Cada día son más frecuentes en los medios de comunicación las noticias sobre el aumento de la violencia infantil: niños contra niños, niños contra profesores y niños contra sus padres. Lo que hace no tantos años era inimaginable, hoy es habitual: padres agredidos, profesores apaleados, peleas a navajazos, etc.
Los números son contundentes: 4.300 padres denuncian agresiones de sus hijos cada año. Y se calcula que estos casos no llegan al 15% del total. El 85% restante no se denuncia. Por lo que se refiere a los profesores, el sidicato CSIF advierte de "la creciente violencia a la que se enfrentan los profesores en las aulas" y señala que el 90% de los profesores denuncia haber vivido algún caso de violencia. Y otro 11%, haber sido agredidos por los padres y otros familiares de los alumnos.
A la violencia física hay que añadir el acoso, los insultos, las denuncias y las difamaciones por parte de unos padres incapaces de admitir la responsabilidad de sus hijos y dispuestos a todo para desprestigiar a unos profesores cuyo trabajo desprecian. Y, para completar el círculo, los profesores lamentan la falta de apoyo por parte de sus superiores y de las autoridades competentes. Todo ello desemboca en hartazgo, depresiones, atención psicológica, bajas laborales y deseos de jubilarse cuanto antes.
Politólogos, sociólogos, psicólogos y otros ólogos han elaborado sesudas teorías para explicar el fenómeno. Hasta la Fiscalía General del Estado ha indicado en sus memorias de 2015 y 2016 que el problema de la violencia infantil hunde sus raíces en "una profunda crisis de principios y valores" y en el "fracaso del modelo educativo" por la "carencia de pautas de autoridad". Resumiendo: en nuestros días estamos sufriendo las consecuencias del desprestigio de la autoridad y de la destrucción de la educación.
Hace diez años, en julio de 2009, El País publicó un artículo de Mario Vargas Llosa en el que, con motivo de la inaudita violencia en las aulas francesas, reflexionó sobre las causas profundas del problema. No por casualidad lo tituló con el famoso eslogan de mayo del 68 "Prohibido prohibir", pues precisamente en aquella fecha ubicó Vargas Llosa el origen del asunto:
Es evidente que mayo del 68 no acabó con la autoridad, que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia (…) extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable, y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla (…) La autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder, sino de prestigio y crédito que reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia, no volvió a levantar cabeza (…) En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos en representante del poder represivo, es decir, en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.
En la misma línea, Gregorio Salvador, vicedirector de la Real Academia, ha lamentado "los torbellinos del 68, que llegaron con pujos de arreglarlo todo y, en líneas generales, lo han dejado bastante peor de lo que estaba".
Pasemos ahora de la autoridad a la educación, la otra columna destruida de la civilización. Su acelerada degradación sólo la siguen negando los ciegos voluntarios. Y no hace falta ser del gremio profesoral para advertirlo: basta una somera comparación de lo que se enseña a los estudiantes de hoy con lo que estudiaron las generaciones anteriores. Un solo ejemplo: si a los que hoy peinamos canas nos hubieran dicho que al llegar a la Universidad nos íbamos a encontrar con talleres de comprensión lectora, lo habríamos tomado por una broma.
Pero hoy no hay lugar para la risa. El muy autorizado Jordi Llovet, catedrático de Literatura de la Universidad de Barcelona, ha denunciado en sus amargas memorias que la mayoría de los estudiantes de humanidades acaban hoy sus carreras sin haber leído jamás un libro y, por supuesto, sin saber expresarse con corrección ni oralmente ni por escrito. Miguel Ángel Esteso, presidente de la Federación de Asociaciones de Catedráticos de Universidad, ha declarado, por su parte, que uno de los problemas más importantes a los que se enfrenta la enseñanza universitaria es "el déficit de preparación con el que acceden los estudiantes, principalmente de herramientas básicas" como la comprensión de lo leído, la capacidad de análisis, la elaboración de razonamientos lógicos y la corrección al expresarse, todo ello acompañado por una actitud "ciertamente infantil".
No son pocos los autores que, en las dos últimas décadas, han denunciado esta situación que tan gravemente compromete el futuro de España. Por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, Mercedes Ruiz Paz, Javier Orrico, Gregorio Luri, Ricardo Moreno, José Sánchez Tortosa, Ernesto Ladrón de Guevara, Pascual Tamburri o el arriba citado Gregorio Salvador. Del libro de este último, El destrozo educativo, editado hace ya quince años, merece la pena entresacar un párrafo que resume perfectamente lo aquí tratado:
Los profetas de las nuevas pedagogías, los fautores del destrozo educativo, rechazan normas y disciplinas de cualquier índole, sustituyen las relaciones de mutuo respeto por una supuesta camaradería igualitaria, desdeñan el esfuerzo, consienten el capricho o la ocurrencia, aborrecen la memoria, destierran la competitividad y se muestran renuentes ante todo saber establecido, y no suele entenderse lo que dicen porque hablan más bien en jerigonza.
La pregunta que salta al cuello de los interesados es, evidentemente, cómo surgió todo esto. Los orígenes cercanos parecen estar claros: la Logse promulgada por Felipe González, si bien podría seguirse el rastro hasta la reforma de Villar Palasí, todavía en el régimen franquista, dos décadas atrás. Sobre la Logse ha escrito lo siguiente Jordi Llovet, veterano columnista de El País:
Cuando Felipe González era presidente del Gobierno convocó a una camarilla de pedagogos, entre ellos algún que otro amigo suyo del colegio, también algunos amigos de su mujer, para que ordenasen en la medida de lo posible el panorama de la educación en España. Los ínclitos pedagogos se sintieron tan halagados y les pareció que se les encomendaba una misión tan elevada, con un tan alto grado de confianza y de responsabilidad, que se encargaron de llevar a la perdición la enseñanza pública en nuestro país.
Como consuelo patriótico, no debemos perder de vista que la hecatombre educativa es general en los países occidentales. El que suscribe recuerda una noticia, de hará ya unos veinte años, sobre unos cuantos miles de exámenes que, durante una remodelación de una vieja escuela francesa, aparecieron en unas cajas olvidadas desde la década de los veinte. A algún malvado se le ocurrió hacer esos mismos exámenes a los escolares de hoy, con el resultado de que lo que sabían nuestros abuelos sobre historia, literatura, matemáticas, lengua y ciencias se demostró totalmente inalcanzable para sus nietos.
El origen del problema, por lo tanto, hay que fecharlo bastante más atrás de la LOGSE y, evidentemente, no limitarlo a nuestro país. ¿Cómo y de dónde surgió el odio a la autoridad y el menosprecio por el saber?
Sobre tan apasionante cuestión se acaba de editar en español un sucinto pero sustancioso ensayo del historiador francés Jean de Viguerie con el título Los pedagogos. Ensayo histórico sobre la utopía pedagógica (Ed. Encuentro). Se trata de un sorprendente viaje, desde el siglo XVI hasta nuestros días, por las páginas que dedicaron a los asuntos educativos pensadores tan influyentes como los lejanos Erasmo y Rousseau –uno de los personajes más nefastos de la historia de la Humanidad– o los más cercanos Piaget y Meirieu.
A más de uno le sorprenderá encontrar los dogmas de la neopedagogía actual –igualitarismo antinatural, menosprecio por las humanidades, horror por el esfuerzo, apartamiento de los padres y, lo más grave de todo, concepción totalitaria de las funciones del Estado en la educación– enunciados en páginas escritas bastante tiempo antes de la LOGSE. Pero nunca aplicados hasta que llegó el bendito siglo XX.