La vida ha sido tan munificente conmigo que me ha permitido conocer personalmente dos regímenes políticos completos de mi país: el Franquismo y la Democracia. Cada uno de ellos duró unos 40 años; ya es constancia.
Me nacieron el mismo día en que Hitler regaló a Franco la emisora Radio Nacional de España. Todavía no se ha privatizado. Mi periodo de aprendizaje (la escuela y la carrera) tuvo lugar bajo el Franquismo, fenómeno a cuyo análisis dediqué miles de páginas. Las cuales me valieron algunos plácemes y no pocos disgustos. La Democracia coincidió con la etapa de mi consolidación profesional y los años más sosegados de mi jubilación.
Los dos regímenes que digo fueron plásticos, proteicos. El Franquismo se inauguró el 17 de julio de 1936 con un panfletillo de su fundador que terminaba así: "¡Libertad, igualdad y fraternidad!". Era un rasgo de ignorancia o una premonición de que no iba a ser nada original. Franco no pretendió ser el ideólogo del Franquismo, ni le agradó nunca que hubiera franquistas. Por eso adoptó al principio la ideología poética y los símbolos de Falange Española. Levantó así una especie de totalitarismo católico, una democracia orgánica un tanto despistada. En seguida se trocó en un autoritarismo paternalista con ribetes tecnocráticos. Acabó haciéndose el harakiri para facilitar la transición hacia la Democracia sin más. El cambio se produjo sin intervención exterior alguna.
Así que el segundo régimen fue un natural acrecimiento del primero a través de una pacífica evolución. No en vano se autodenominó ‘transición democrática’, con el complejo de un cierto carácter provisional al que se llamó ‘consenso’. Pero otra vez duró 40 años. En España lo efímero suele ser duradero, lo interino se hace fijo.
La transición democrática ha venido funcionando como un original esquema de bipartidismo imperfecto. Ello es, dos grandes partidos turnándose en el Gobierno con la ayuda de otros dos (los nacionalistas vasco y catalán) que daban estabilidad y se cobraban la comisión correspondiente. El País Vasco y Cataluña conseguían afianzar su posición de las dos regiones más adelantadas en todos los terrenos. Ese esquema de las dos regiones primates ha significado una ominosa desigualdad para el resto de los españoles. Mi amigo y vecino Ángel Vegas me hace ver que tal diseño es correlativo del sistemático interés que han desplegado los nacionalistas vasco y catalán por trocear el resto de España en las sedicentes autonomías. El último episodio de partición ha sido la propuesta de separar a León (no se sabe si región, provincia o localidad) de Castilla, que se decía la Vieja. Quién sabe si los bercianos no reclamarán la autonomía del fiero León. Luego los de Cacabelos querrán separarse del Bierzo.
En lo anterior he recurrido a verbos en pasado porque, sin que se haya notado la cesura que da paso a un nuevo régimen, el hecho es que estamos instalados en él. Vaya usted a saber cómo se llamará. Podríamos reivindicar el final del panfletillo de Franco en 1936. No está el horno para bollos originales. El bipartidismo imperfecto se nos ha convertido en una aglomeración heteróclita de una veintena de partidos y partidas. Su número va a aumentar más todavía. Por lo mismo que disfrutamos de un Teruel Existe, nada impide que surja una Zamora Abandonada, un Partido Musulmán o un Partido de los Jubilados. Hasta se podría pensar en un Partido Sindicalista con la unificación de las dos grandes centrales sindicales. Y así sucesivamente.
Naturalmente, con tanto partido suelto, no será nada fácil formar un Gobierno estable. En ello estamos. Es el primer tranco del nuevo régimen. Habrá pronto unas nuevas elecciones. Decaerán los dos grandes partidos históricos (PP y PSOE) para alzarse los nuevos, los que ni siquiera llevan el nombre genérico de partido. Los militantes de estos últimos serán más bien simpatizantes. No se sabe bien si este revoltijo que digo es el cenit del ansiado pluralismo o el orto del temido caos.