El feroz oso que derrotó a Napoleón y a Hitler a base de dejar que se adentraran en su cueva, que jugó en el centro de Asia el Gran Juego contra el mayor imperio de todos los tiempos, el de la Gran Bretaña, y que expandió su dominio como una mancha de aceite en un mapamundi, está más joven que nunca. Es cierto que, contemplado de cerca, es un rejuvenecimiento como el de su líder, de cirujano plástico. Pero, amigo, qué cirujano. Ya quisieran los actores y actrices de Hollywood, deformados por el bisturí hasta convertirse en muñecos diabólicos, haber estado en manos del que cuida de la salud estética de Vladímir.
La Rusia de quien fuera jefe del FSB, el último nombre dado a la Checa de toda la vida, no sólo invade Georgia para independizar a dos de sus provincias y se anexiona la Crimea ucraniana. Eso no dejaría de ser una especie de normal labor de policía en las antiguas repúblicas soviéticas. La Rusia de Putin ha sabido convertirse en el eje alrededor del cual gira toda la política de Oriente Medio, dando a los Estados Unidos de Obama y Trump un papel secundario que a veces parece de mera comparsa. Pero eso no pasaría de ser consecuencia de la ascendente influencia de una potencia regional. Los tentáculos de Putin van más allá. Se extienden a la Unión Europea, a la que pretende controlar por medio del suministro de hidrocarburos (no se olvide que Lukoil estuvo a punto de comprar Repsol). Luego están sus injerencias en las elecciones de todo Occidente, sus intervenciones en Hispanoamérica y en África, a veces por meros intereses económicos y otras por vagas razones estratégicas. Y todo eso con un PIB ligeramente superior al de España.
La Rusia de Putin es por tanto una amenaza evidente para sus vecinos, un actor a tener en cuenta en Oriente Medio y alguien que toca las narices al resto del mundo. Sin embargo, no hay que olvidar dos cosas: que posee un inmenso arsenal de armas nucleares y grandes reservas de hidrocarburos. Y, con esos dos activos, Putin se ofrece como aliado a China. El régimen del capitalismo rojo, por su parte, pretende traducir su éxito económico en poderío militar y éste en dominio mundial. Contar con las armas y los recursos naturales rusos ayudaría. No obstante, la posibilidad de una alianza ruso-china que tenga por objeto acabar con el dominio de los Estados Unidos es por el momento más una pesadilla que una realidad. Por el momento.
Kissinger le dio a Nixon en bandeja el principio del fin de la Guerra Fría estableciendo con China una alianza antisoviética. El Watergate borró de la memoria el indudable mérito de Nixon cuando atisbó la victoria al final del túnel en la estrategia, contraria a todos sus instintos, de su consejero de seguridad nacional. Hoy Xi Jinping está a punto de, aliándose con Putin, hacerle a los Estados Unidos la misma jugada que Mao le hizo a Brézhnev en 1971. ¿Quiere esto decir que Occidente debería buscar, antes de que fuera demasiado tarde, la amistad de Putin para alejarlo de Pekín y alistarlo contra la aspiración china de convertirse en el país más poderoso del mundo? De hacerlo, habría que pagar el alto precio que exigirá el joven líder ruso. Un bonito dilema para un gran realista si todavía quedara alguno.