La estrategia de la araña
Partiendo de unos resultados electorales muy fragmentados, Sánchez ha logrado un Gobierno en el que concurren todos los proyectos revolucionarios.
Fruto de su habilidad para la maniobra partidaria y de su desfachatez para cabalgar sobre sus propias contradicciones y mentiras, Pedro Sánchez ha tejido un amplio conjunto de redes de apoyo entre los distintos actores del sistema político con la finalidad de asegurar su continuidad en el poder. Poco importa que carezca de un programa coherente y suficientemente amplio para orientar la gobernación de España, porque su objetivo esencial no es otro que el de permanecer en el palacio de la Moncloa y que los demás, una vez otorgado su apoyo a la investidura, se debatan en sus propias aspiraciones y encuentren en él –el presidente– la única vía para amarrarlas. Cierto es que Sánchez, en este complejo encaje, corre riesgos, pues no puede descartar sin más a quienes, activa o pasivamente, le han aupado al poder. Pero en esto, sin duda, juega con la ventaja que da el no creer en nada, carecer de principios y límites y estar dispuesto a sobrepasar el marco institucional que la Constitución dibuja –en muchos aspectos con perfiles difusos, como acreditan las numerosas sentencias del Tribunal Constitucional redactadas como si éste fuera un funámbulo que hace equilibrios entre contrapuestos intereses políticos– sin atenerse a ninguna línea roja, exacerbando la tolerancia hacia todo lo que venga de la izquierda y de los nacionalismos periféricos –no así de la derecha o del sostenimiento de los valores tradicionales de la sociedad española– y aprovechando las debilidades del marco jurídico para atajar las deslealtades procedentes de los Gobiernos autonómicos orientados hacia la secesión de sus territorios.
La estrategia de la araña consiste en que ésta teje sus redes de manera aparentemente autónoma, pese a que mantiene entre ellas hilos de conexión que le permiten manejar, de forma simultánea, toda la información necesaria para asegurarse su presa. Del mismo modo, Sánchez ha ido extendiendo sus hilos sobre los distintos actores políticos, ejerciendo siempre el papel de nodo que los enlaza a todos, de manera que su acción conjunta sólo pueda activarse a su voluntad, en tanto que depositario último del poder al haber sido investido, tras un juego de engaños, por una inverosímil amalgama de partidos cuyos intereses son diversos y muchas veces contrapuestos, pero que, en los casos más relevantes, encierran en ellos la voluntad de sobrepasar la Constitución haciendo caso omiso de sus procedimientos de reforma y propugnando, por tanto, una ruptura revolucionaria que dé satisfacción a sus fines ideológicos y políticos.
Cierto es que, en esto último, son varios los proyectos que concurren, tanto en el bloque de la izquierda representado en el Gobierno como en el elenco de partidos nacionalistas que le sirven de apoyo. Por lo que concierne al primero, resulta evidente el distinto alcance rupturista que se da entre los renegados de la socialdemocracia que ahora dominan el PSOE –desorientados con poco fundamento teórico hacia el igualitarismo, el feminismo, el ecologismo y todos los demás ismos en boga que cuentan con un sentido identitario susceptible de ser reconocido como un nuevo derecho fundamental, pero apegados aún al capitalismo– y los neocomunistas desplegados sobre el populismo aglutinador de los descontentos provocados por la reciente crisis financiera –cuyo proyecto estatalista va mucho más allá, sobre todo en el terreno económico y en el de un control ideológico de la población asentado sobre la censura de los medios de comunicación–. Y por lo que al segundo respecta, es clara la distinción entre el PNV –que pretende redefinir España como una confederación que asegure a los vascos una estatalidad vinculada, a través de un concierto económico y político remodelado, a los Presupuestos Generales del Estado para seguir extrayendo de ellos la renta con la que financiar unos servicios públicos de lujo, como los actuales– y los demás partidos secesionistas vascos –principalmente Sortu y su extensión electoral en EH Bildu– o catalanes –con una Esquerra Republicana de Catalunya marcada de cerca por el PDeCAT y la Crida Nacional per la República– que persiguen una ruptura sin matices para construir, a partir de la secesión del País Vasco o de Cataluña su propio Estado independiente.
No debieran minimizarse los riesgos que ahora afronta el sistema constitucional de 1978. La campaña para derribarlo comenzó, en el acto mismo de la investidura de Sánchez, con los ataques al Rey. No se trata de esperar y ver, sino de adelantarse a los acontecimientos.
Pero lo relevante ahora es el hecho de que, partiendo de unos resultados electorales muy fragmentados, Pedro Sánchez ha logrado dar paso a un Gobierno en el que concurren, directa o indirectamente, todos esos proyectos revolucionarios y en el que se reúnen personalidades tanto radicales como moderadas, estas últimas, seguramente, con la finalidad de apaciguar los recelos exteriores –sobre todo los que en el terreno económico pudieran suscitarse en la Unión Europea– y servir de señuelo a esa parte de la opinión pública interior que, alejada del rupturismo, desconfía visceralmente de la derecha.
Sobre cuál pudiera ser el futuro inmediato de los acontecimientos poco puede decirse, pues, como enseña la Historia, las revoluciones siguen trayectorias erráticas y discontinuas; y están determinadas más por las oportunidades que ofrecen a sus actores los errores de los demás que por la clarividencia de sus dirigentes o el diseño inicial de sus pretensiones. Repásese, así, en el coup d’Etat de Napoleón Bonaparte el 18 de Brumario del año VIII de la República francesa (9 de Noviembre de 1799), o el de su sobrino nieto, Napoleón le Petit, medio siglo después; o la revolución rusa, que, tras el ensayo de 1905, se gestó en nueve meses, entre febrero y octubre de 1917, y derrocó a los Romanov para dar paso finalmente al gobierno de los sóviets; o el derrumbe de la República de Weimar, cuyo colapso fue provocado, en marzo de 1933, en poco menos de veinte días, por un Gobierno minoritario del Partido Nazi que, a través de una ley habilitante, concedió todo el poder a Adolf Hitler. Y nótese también que en las notas a pie de página de esa misma Historia se hacen constar los numerosos fracasos revolucionarios.
En todo caso, especialmente por los partidos de centro-derecha, no debieran minimizarse los riesgos que ahora afronta el sistema constitucional de 1978. La campaña para derribarlo comenzó, en el acto mismo de la investidura de Sánchez, con los ataques al Rey, el desprecio a los rivales políticos –las extremas derechas, según se dijo, a las que se acusó del bloqueo político por no conceder al candidato sus votos sin contrapartida alguna, como si se tratara de un Jefe Providencial–, el pasteleo con la Abogacía del Estado con la intención de doblegar al Poder Judicial, las amenazas catalanas de desligarse de cualquier vínculo institucional o jurídico con los poderes del Estado, e incluso el desprecio de algunos a la gobernación de España o al propio aspirante –cuya reacción, tragando quina, como si la cosa no fuera con él, pasará a las antologías de la infamia–. No se trata, por ello, de esperar y ver, sino de adelantarse a los acontecimientos, sin olvidar nunca que estos asuntos no son sólo cuestiones de derecho que pueden resolverse en los tribunales –como desacertadamente creyó Mariano Rajoy, alentado por Soraya Sáenz de Santamaría, antes y después de que se las colaran todas en Cataluña–, sino que se trata, principalmente, de cuestiones de hecho sobre las que hay que aplicar toda la inteligencia política para poder desarmarlas.
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