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Elías Cohen

Alatriste y yo

Al célebre personaje de Pérez Reverte le debo, en buena medida, una patria. A casi nadie le debo tanto.

Al célebre personaje de Pérez Reverte le debo, en buena medida, una patria. A casi nadie le debo tanto.
Viggo Mortensen encarnando a Alatriste en la adaptación cinematográfica de la novela | Archivo

No es mi intención inmiscuirme en la guerra abierta entre María Elvira Roca Barea y Arturo Pérez-Reverte a cuenta de la Leyenda Negra. Mucho menos, presentar mi propia posición sobre el pasado de España o elegir bando. Sin embargo, sí quiero resaltar, al albur de la polémica, el papel de un personaje creado por Pérez-Reverte, el capitán Diego Alatriste, en mi reconciliación personal con la historia de mi país. Sí, en mi reconciliación con España.

En la edición especial que reúne todas las novelas de la serie del Capitán Alatriste (Todo Alatriste, Alfaguara, 2016), Pérez-Reverte especula sobre las razones del éxito de su personaje y de sus inolvidables historias.

Las aventuras del capitán Alatriste son, en suma, nuestra historia contada desde el lado de los olvidados. Desde una posición hija del valor, del honor y de la lucidez estoica en la derrota. Quizá a eso se deba el éxito de la serie entre tantos jóvenes estudiantes, ávidos de emocionarse con la trama, de disfrutar leyendo, de comentar los versos o las emboscadas. De enorgullecerse y horrorizarse al mismo tiempo, sin complejos, de lo que somos y de lo que fuimos, en esta nación hecha de pueblos diversos, cuyos quinientos años de existencia y tres mil de memoria se atreven a negar, hoy, los oportunistas y los imbéciles.

Empecé muy tarde a leer Alatriste. Craso error. No lo cometeré, espero, con mis hijos. Dicho error respondió a razones diversas que escaparon a mi control. Qué le voy a hacer, de acuerdo con el calendario, soy milenial –o xenial, siendo agradecidos–: la culpa debía recaer en alguien más.

Alatriste, como bien menciona el párrafo meritado, es parte heroica, canalla, emocionante, apasionada, bellaca, pendenciera, valerosa, honorable, lúcida, trágica y sangrienta de la historia de España, país en el que he nacido, la única patria que tengo según mis papeles y de donde provienen mis ancestros; pero la cual, hasta hace poco, no había sentido como mía. Mi trayectoria cultural explica el papel de Alatriste en todo ello.

El primer Alatriste sale en 1996. Tengo trece años. En aquel entonces leía muchos cómics y tebeos (Marvel, DC, Mortadelo y Filemón, Asterix y Obelix), lo que mandaban en el colegio (recuerdo de esa época, entre otros, Espejos venecianos y Cuando Hitler robó el conejo rosa) y, por supuesto, novelas de espías (John Le Carre, Frederick Forsyth, Graham Green). También, algo de literatura con tintes políticos: Lobo Negro, un skin hasta donde me alcanza la memoria. Los noventa fueron una época muy skin; llevar unas Dr. Martens, una bomber e ir rapado –la estética skin, que no necesariamente responde siempre a un movimiento neonazi– estaba de moda, y también los libros que trataban el fenómeno.

Haciendo gala de la cita de André Maurois (o de quien fuera), con esa edad, como tenía mucho corazón, decía que era comunista y, por tanto, esa ideologización inmadura y poco reflexionada, llena de impostura, también generaba otro tipo de lecturas, tan efímeras que no las recuerdo bien. Alguna hagiografía, mal escrita, del Che Guevara, algo sobre los Panteras Negras… aunque hubo una excepción que sigue estando en mi biblioteca: La Revolución y nosotros, que la quisimos tanto, de Daniel Cohn-Bendit.

Del Quijote había leído, años atrás, fragmentos con mi padre para repasar la asignatura Lengua y Literatura. ¿Obras de Quevedo, Góngora, Calderón de la Barca, Lope de Vega? Cero. Sólo las referencias que había en el libro de texto o algunos extractos sueltos que leíamos en clase. Y, seamos honestos, si me las hubieran mandado a leer en el colegio, lo habría hecho por obligación y no por ganas; éstas se centraban en otros productos. Y es que mis héroes y mis fantasmas de ficción estaban allende los mares.

Las espadas que me gustaban eran las de Íñigo Montoya y Wesley en La princesa prometida, las láser de la Guerra de las Galaxias, las de Los Inmortales (sólo la primera, a Dios gracias) y las de El Señor de los Anillos. Los caballos, el de Atreyu en La historia interminable o, yendo a la historia novelada, los de los partisanos que lucharon contra los nazis en el este de Europa. De Rocinante, nada. Prefería vivir aventuras como las de Los Goonies antes que ser Íñigo Balboa, que en mi adolescencia sólo me habría atraído porque su apellido es el del mejor púgil de todos los tiempos cinematográficos, el potro italiano Rocky Balboa. En tal sentido, las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia siempre estarían por encima de los campos de Castilla, de los molinos, de El Escorial o de los pantanos oscuros, húmedos y brumosos donde lucharon los Tercios de Flandes.

Posteriormente, en ese intervalo de tiempo en el que combinas ponerte guapo para ligar y seguir soñando con dragones y mazmorras, fantaseaba con ser un agente secreto, sirviendo a Washington o a Londres más allá del Telón de Acero, antes que ser un espadachín a sueldo peleando por mi honor, mi pan y mi vida en cada callejón oscuro del Madrid de los Austrias. Puestos a elegir malos, me quedaba antes con el Emperador Palpatine que con fray Emilio Bocanegra; y si de elegir personajes entrañables se trataba, André el Gigante valía mucho más que todos los amigos con los que de Alatriste se reúne en la Taberna del Turco.

Los símbolos de la España de Alatriste tenían poca vinculación conmigo. Era español, pero sólo porque así lo decía mi documento de identidad. Nunca vi ese Madrid de los Austrias, o esa España imperial, como mía. La España de Alatriste representaba un imperio que se había forjado, entre otros hechos, sobre la expulsión de los judíos. La grandeza de esa España se desarrolla con los judíos fuera, repudiados, alejados, defenestrados. El antisemitismo feroz y transversal de la época lo refleja el mismo Pérez Reverte en la segunda entrega de Alatriste, Limpieza de Sangre. Era un imperio en el que no era querido, un pasado que no era mío. Si tenía una patria, además de mis cómics, mis libros, mis películas y mi música, era mi pueblo: el judío. Sobre el Estado-nación que se dice de los judíos, Israel, desarrollaría un poderoso sentimiento, central en mi vida, que aún estaba por llegar.

De la historia de España sólo dos hechos llamaban mi atención: la expulsión de los judíos y la Transición. Poco sabía entonces de la ayuda que España, fuera monárquica, republicana, franquista o democrática, prestó a los judíos cuando éstos estuvieron en apuros. Nadie me enseñó nada sobre Ángel Sanz Briz ni sobre los otros 17 diplomáticos españoles que salvaron a miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial invocando que eran españoles; poco supe de la Institución Libre de Enseñanza. Nunca leí nada sobre la reacción que tuvieron los militares africanistas al descubrir en el norte de Marruecos comunidades de sefardíes hablando español y recibiéndoles con júbilo. Jamás llegó a mis manos el famoso discurso de Emilio Castelar en el Congreso de los Diputados (1869) en el que decía:

Al quitarnos a los judíos nos habéis quitado infinidad de nombres que hubieran sido una gloria para la patria.

La Guerra Civil me parecía tan lejana como la Guerra de Secesión americana; ésta última me interesaba más, mucho más. Y eso que mi queridísima abuela, que en paz descanse y que en gloria esté, simpatizaba con Franco y, parafraseando a José Bono cuando habló de su padre falangista, yo no soy mejor que ella. Atreverse a decir lo que uno habría hecho en una guerra que no vivió es temerario, aunque estoy seguro de que, en caso de tocarme, como Chaves Nogales, habría "contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y los otros".

Aunque nunca, jamás, he sufrido episodios de discriminación legal o institucional por ser judío, hasta hace no mucho me he sentido extranjero en mi propia tierra, y muchos, sin mala intención, me han visto así, como un foráneo, un cuerpo extraño, un nómada. Alguien que ha nacido aquí por casualidad y que, en realidad, no pertenece. En la línea del famoso patriotismo constitucional(ista) de Jürgen Habermas, sí me identificaba con la España post Transición; con cierta distancia, pero lo hacía; nacido en la posmodernidad líquida, sentía más afinidad por la ciudad que me vio nacer y crecer (Málaga) o por otras ciudades de las que guardo malos y buenos recuerdos (Melilla, Granada, Barcelona) que con la nación en su conjunto. No obstante, insisto, me sentía outsider.

Quizás por eso me gusta tanto Alatriste, porque cuenta la historia desde el lado de los olvidados. Mi árbol genealógico por completo lo fue. Ya no. Esa España olvidada, esos españoles sin patria, mis ancestros, también son parte de esa historia.

Alatriste, incluso, me ha hecho empatizar, reconciliarme, con esos hombres, españoles, que dieron la vida por su rey y por su religión lejos de sus hogares, que defendieron puentes y conquistaron castillos sin cobrar un solo maravedí durante meses, que vieron caer a compañeros de armas, que pasaron penurias y calamidades, y que pelearon hasta el último aliento al grito de "¡España! ¡España!" Gente normal y sencilla, movida por el poder que los utilizaba, parafraseando a Johnny Cash y a Loquillo, como "la carne del juego de un general." Mis ancestros, pese a ser expulsados y excluidos, también repetían esa palabra, recordando un país que fueron incapaces de dejar de amar.

Alatriste, la Historia desde el punto de vista de los olvidados; de los judíos españoles, también.

Cuando comento estos temas con amigos, muchos me miran como si estuviera a punto de alzar el brazo, ponerme una camisa azul, abrírmela de un manotazo y, con el pecho henchido, cantar el "Cara al Sol". Qué poco me entienden; qué estúpido sigue siendo endosar etiquetas de fascismo al que sienta algo positivo por su país. Mi historia con España es una historia de reencuentro, de descubrimiento y, sí, de gratitud.

La Historia, por cierto, ni hay que dulcificarla, ni hay que negarla ni hay que ennegrecerla. Hay que asumirla.

En resumidas cuentas: a Alatriste le debo, en buena medida, una patria. A casi nadie le debo tanto.

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