Los científicos que investigan su funcionamiento lo tienen claro: el cerebro humano no está diseñado para cambiar de opinión ni ante la evidencia. Ya es suficientemente sorprendente el hecho de que, una vez adoptada una opinión, de nada suelan servir los argumentos para cuestionarla. Ello se debe a que para llegar a tener una opinión no suele ser el razonamiento el camino más usado, sino el contagio y la pasión; por eso tampoco suele servir como camino de salida. Pero el que los datos, los neutrales y comprobables datos, también sean impotentes para cambiar una opinión confirma que, antes que animal racional, el ser humano es muchas otras cosas: animal pasional, animal sentimental, animal violento, animal obcecado, animal fanático…
Los optimistas antropológicos suelen caer en la candidez de considerar que la gente se equivoca porque le faltan datos o porque los datos que conoce no son acertados. Pero el cerebro humano no suele funcionar con tanta coherencia, sobre todo cuando se trata del cerebro del hombre-masa, el mayoritario en toda época y lugar. He aquí cómo funciona según los neurólogos: aparta los datos que no coinciden con su opinión previa por muy convincentes que sean y se queda con los coincidentes por muy endebles que sean. El camino seguido no es "voy a recopilar datos para ver a qué conclusión me llevan", sino "siendo ésta mi conclusión, recopilaré los datos que me la ratifiquen y desdeñaré los que la desmientan".
Además, en este proceso también desempeña un papel esencial la fuente de la que provengan los datos. Porque si provienen del bando ideológico, religioso o político propio, serán recibidos como creíbles. Pero si provienen del contrario, se descartarán como irremediablemente falsos debido a la maldad de la fuente.
La verdad no es el valor supremo en una discusión, sino la conveniencia o la soberbia. Antes que admitir que un contrincante tiene razón, la razón humana tiene una capacidad portentosa para escurrir el bulto mediante todo tipo de excusas y para abrirse solamente a los datos que fortalezcan la opiniones o deseos previos. Por eso Einstein avisó de que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.
Y como vivimos en el reino de la cantidad, en el que las opiniones no se pesan sino que se cuentan, nadie discute el aberrante dogma de que todas las opiniones son igualmente respetables. Pero no lo son: hay opiniones sensatas e insensatas, certeras y erradas, fundadas e infundadas. Porque tener opiniones es muy fácil. La prueba de ello es que todo el mundo las tiene. Lo difícil es tener argumentos.
El segundo inconveniente del cerebro humano es que tiende a adoptar como ciertas las buenas noticias y a descartar las malas. No importa que las malas sean más fundadas que las buenas, ya que siempre jugarán en inferioridad de condiciones. Un ejemplo notable nos lo procuró aquel famoso debate televisivo entre el socialista Pedro Solbes y el popular Manuel Pizarro durante la campaña electoral de 2008. El segundo avisó de la grave recesión que se nos venía encima, ante lo que el socialista le acusó de catastrofista alejado de la realidad. Y aunque la realidad no tardó en dar la razón al pesimista Pizarro, la mayoría del público se inclinó por el optimista Solbes, más enterado que su contrincante de que los oídos de las masas desean ser acariciados. "Ríe y todos reirán contigo. Llora y llorarás solo", escribió hace muchos siglos un clásico cuyo nombre no consigo recordar.
Evidentemente, lo anterior es aplicable a todos sin diferencia ideológica, nacional o de ningún otro tipo. Pero queda un tercer elemento que desequilibra la balanza: la naturaleza seudorreligiosa del izquierdismo. Porque, desaparecidas las creencias religiosas, han sido sustituidas por la fe en el buen salvaje, en el eterno progreso, en la incesante perfectibilidad del hombre y la sociedad, en la bondad intrínseca del ser humano mientras la sociedad –capitalista y heteropatriarcal– no le corrompa, en la igualdad y uniformidad que se acabarán imponiendo en una Humanidad en perpetua mejora, dogmas todos ellos que constituyen el substrato ideológico más profundo de eso que llamamos izquierdismo. Imagine all the people…! reza su nuevo credo. De ahí arranca la supuesta superioridad moral de una izquierda convencida de que sus adversarios lo son no por reflexión, sino por interés, por egoísmo, por ignorancia, por maldad.
Mézclense los tres elementos –inutilidad de la evidencia, inclinación por el optimismo y religiosidad izquierdista– y se comprenderá por qué, en cuanto la crisis sanitaria mundial concluya, Pedro Sánchez y su Gobierno de la infamia emergerán sin daños de consideración. Al fin y al cabo, lo único que importará es que Sánchez es uno de los nuestros.
Y todos los errores, las imprudencias, los fanatismos, las chapuzas, las estupideces, las incoherencias, las desvergüenzas, los disparates, las mentiras, las canalladas y los abusos, que ya están siendo silenciados ahora por el totalitarismo mediático a sueldo del Gobierno, quedarán definitivamente sepultados por la alegría del final de la pandemia. Y, sobre todo, porque ningún izquierdista habrá comprendido nada.