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José Carlos Rodríguez

Contra el adocenamiento

Una crisis convirtió a una pandilla de profesores comunistas en factótums de la política española, y una nueva crisis les permite actuar con renovada impunidad desde el poder.

Wikipedia/Fabián Minetti

Si el lector no tiene aún la sensación de estar en medio de una tormenta perfecta, le pido que considere dos cuestiones. Una de ellas, que forma parte del Gobierno un partido, Podemos, que quiere subvertir el orden constitucional para imponer un nuevo régimen con elecciones recurrentes pero sin la emoción sobre si alguna vez podrá ganar la oposición. Y dos, que ese partido se ha encontrado con la ocasión propicia para avanzar en sus planes. Medró en plena crisis económica e institucional, y ahora aprovecha, desde el poder, esta crisis sanitaria y, a la postre, también económica.

¿No le he convencido aún? Es usted una persona con envidiable temple, con una gran confianza en nuestras instituciones, una visión orteguiana de Europa como solución de nuestras taras, una concepción del español recio e indómito digna de don Claudio Sánchez-Albornoz y, en definitiva, un optimismo radiante, esplendoroso e, insisto, envidiable.

No es que quiera amargarle el día. Yo mismo soy un optimista. Racional, eso sí, de los de Matt Ridley. No me conoce, pero créame que de temple también puedo presumir. Veo resquebrajarse los cimientos de mi querida España y apenas se me altera el ánimo. Es uno de mis múltiples fallos; mi amor a España se acera a la hora de la verdad. Quizás sea que no quiero que mis sentimientos me nublen el entendimiento durante la batalla. La batalla por la libertad, que es eterna; nunca comenzó y jamás terminará.

Pero volvamos a la España de hoy. Una crisis, decíamos, convirtió a una pandilla de profesores comunistas en factótums de la política española, y una nueva crisis les permite actuar con renovada impunidad desde el poder. Es importante entender cómo una emergencia sanitaria se convierte en social y por tanto en política, y cómo permite cambiar las reglas de juego.

El Gobierno nos ha demostrado que puede enclaustrarnos, echarnos de nuestros trabajos y alimentar nuestro desconcierto con mentiras. Y nosotros le hemos demostrado que somos una sociedad dócil, adocenada, humillada.

El Gobierno actuó tarde, y posibilitó que la enfermedad se desmadrara. Y ha convertido a un número inaceptable de españoles en víctimas y agentes del virus. Dónde queda la mala gestión, dónde los rescoldos de la hoguera ideológica en la que se sacrificó la vida de decenas de miles de españoles, y dónde el cálculo político, se lo dejo al lector. La realidad de hoy es que el Gobierno nos ha sometido a un arresto domiciliario en el que la libertad más básica, que es la de salir a la calle, queda cercenada. Y detrás de ella caen otras libertades; la de producir, por ejemplo, la de trabajar. La de elegir cada uno, responsablemente, sus medidas de protección.

La cerrazón ideológica del Gobierno ha impuesto un cerrojazo en la sociedad. Ha compensado su criminosa demora en la actuación con un confinamiento extremo. Nos saca de la calle para convertirnos en peones de un nuevo tablero de juego que no encaja en la Constitución. El Gobierno ha demostrado que con un artificio legal (el confinamiento no está respaldado por la declaración del estado de alarma) puede disponer de cada uno de nosotros.

¿Era necesario? Quizás estamos tan acostumbrados a entregar nuestra responsabilidad al Estado que cuando éste ha tirado de la cuerda le hemos entregando también nuestra libertad, sometidos, rendidos. En otras sociedades, en Suecia, en Corea del Sur, en nuestra querida Portugal, los ciudadanos tienen más libertad, y las palabras del Gobierno son más recomendaciones que órdenes; y el cálculo de los muertos se hace allí en otro orden de magnitud.

Los grandes cambios caminan sobre las esquirlas de las expectativas pasadas, de los consensos tácitos, de los presupuestos de nuestras acciones. Pensábamos que, como ciudadanos, teníamos plena libertad de movimientos. Pero el Gobierno nos ha demostrado que puede enclaustrarnos, echarnos de nuestros trabajos y alimentar nuestro desconcierto con mentiras. Y nosotros le hemos demostrado que somos una sociedad dócil, adocenada, humillada.

¿Y ahora qué hacemos? Pero ¿qué hacemos? Ese es mi grito desesperado. ¿Qué hacemos para recuperar nuestra dignidad y nuestra libertad? El Gobierno prepara grandes cambios. Va cerrando las compuertas por las que sale el torrente de críticas de la sociedad. Insulta al Ejército y al Rey, a la espera de una tímida reacción que le permita dar un autogolpe. Nos lleva a la pobreza primero, para subvencionarla después y que no podamos escapar de ella. Proyecta el odio, que es el vibrante credo de Podemos, sobre la mitad de la sociedad, y le culpa de ese mismo odio. Y con ese pobre argumento está dispuesto a acallar la expresión política de muchos españoles. A eso vamos. A eso nos enfrentamos. ¿Quiere recuperar la dignidad robada? Luche contra la presión social que le acusa de pensar como lo hace, no acepte lo inaceptable, hable en alto, haga lo que deba, sufrague los mejores empeños por mantener nuestra libertad, yérgase sobre sus pies y luche por sus derechos, y por los de todos. Esta es la ocasión, puede que no tengamos muchas más.

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