"La tierra donde uno ha nacido. Es nombre Latino patria. Compatriota, el que es del mismo lugar". De tan sucinto modo definió la voz patria Sebastián de Covarrubias Orozco en su Tesoro de la lengua castellana o española, primer vocabulario monolingüe de imaginativas etimologías, publicado en la imprenta madrileña de Luis Sánchez en 1611. La elaboración de aquella obra se vio retrasada por las tareas que a Covarrubias –hombre cercano a la Corte que, por su "natural encogimiento, divirtió" el ofrecimiento de convertirse en maestro del príncipe Don Fernando, hijo de Felipe II– le fueron encomendadas. Entre ellas destaca el impulso de una campaña evangelizadora por las tierras del arzobispado de Valencia, que dio comienzo en 1596. Para entonces hacía tiempo que el sacerdote se había establecido en Cuenca, lugar al que regresó en 1602, con el cargo de maestrescuela de la catedral bajo el brazo, dignidad que le fue concedida por el papa Clemente VIII a instancias de Felipe III. Allí, entre el Júcar y el Huécar, la muerte le visitó en el otoño de 1613.
La labor catequética levantina de Covarrubias se desarrolló en el periodo previo al que precipitó la expulsión de los moriscos de los reinos hispanos. Una decisión que se apoyó legalmente en una serie de decretos respaldados por el Consejo de Estado, a los que se opuso el confesor real, el cardenal dominico Javierre. Su muerte dejó el camino expedito para el mandato de la salida forzosa. A diferencia de lo ocurrido en el caso de los judíos, la expulsión de los moriscos vino motivada por un delito de lesa majestad: su quintacolumnismo. A la dureza de la medida tomada contra los moriscos le acompañaron algunas excepciones concebidas desde la perspectiva religiosa. Aquellos que se consideraran buenos cristianos podían permanecer en su tierra si los obispos les otorgaban las licencias pertinentes. Esta licencia también era válida para los niños menores de cuatro años cuyos padres lo autorizaran. Quienes no se acogieran a estas excepciones debían salir, llevando todo aquello que pudieran portar sobre sus personas.
Precisamente uno de ellos habitó en el papel impreso antes de que el trabajo de Covarrubias viera la luz. Y con él, una apología patriótica. Nos referimos al morisco Ricote, que aparece en la segunda parte del Quijote. En su encuentro con su vecino Sancho, Ricote, cuyas palabras muestran la opinión de Cervantes al respecto, reconoció la prudencia política de la medida filipina. Al cabo, dijo ser sabedor de "los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían". Las palabras del tendero, víctima de aquellos disparates, no dejan lugar a dudas en cuanto a su patriotismo. De hecho emplea la expresión "patria natural", rótulo que casi calca la definición dada por Covarrubias, en una sentida declaración que concluye reconociendo el rigor del exilio –en África los moriscos fueron llamados despectivamente "cristianos de Castilla"– al que se enfrentó ese colectivo:
… con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas partes de África donde esperábamos ser recibidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan.
Poco antes de la expulsión de los judíos, en 1490 se publicó en Sevilla el Universal vocabulario en latín y en romance. Su autor fue Alfonso de Palencia, al que se ha atribuido un origen converso. En dicho vocabulario hallamos una definición de patria, a nuestro juicio, más trascendente que la que utilizaron Ricote y Covarrubias. El cronista real se refiere de este modo a ella:
Se llama por ser común de todos los que en ella nascen, por ende debe se aun de prefirir al propio padre, porque es más universal. Et mucho mas durable.
Unas palabras que, más de cinco siglos después, conservan su potencia. En ella se desbordan los límites familiares y se alude al común, término de resonancias tomistas inserto en fórmulas –pro comun de todos– empleadas incluso en el Nuevo Mundo en las ceremonias fundacionales de cabildos, pero también inserto en sistemas de propiedad que han llegado a nuestros días. El común de vecinos, que aún sobrevive como reliquia del lejano tiempo de repoblaciones y fronteras peninsulares fluctuantes. La definición de Alfonso de Palencia se cierra encareciendo la durabilidad de la universal tierra, atributo fundamental de la misma, si se maneja una idea de patria mínimamente realista, que deje a un lado cursilerías tales como la acuñada por Rilke, capaz de afirmar que la verdadera patria del hombre es la infancia.
En efecto, la durabilidad, es decir, el mantenimiento de su posesión por parte de un colectivo que se reproduce generacionalmente, es un atributo ligado a una patria en la que se inhuman los cuerpos en ella nacidos y de la que se exhuman su energía y recursos. En virtud de la universalidad de la que habla Palencia, no cabe su privatización, el alzarse con la tierra, por emplear una expresión de aquellos días, por parte de una parte de los en ella nacidos. No cabe, por lo tanto, la secesión.