–Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty en tono burlón– significa precisamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos.
–El problema es –respondió Alicia– si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–El problema es –sentenció Humpty Dumpty– saber quién es el que manda. Eso es todo.
La semana pasada hablamos aquí de los estragos que, tanto en el pensamiento como en su expresión, provoca la perniciosa cursilería de la corrección política. Pero si sólo se tratase de cursilería, bastaría con mantenerse al margen de ella para ser feliz. El problema, sin embargo, consiste en que con ella se construye el pensamiento único que caracteriza a todo totalitarismo. El sueño de cualquier dictador: que los ciudadanos sean los gendarmes de sí mismos, no reprimidos por la porra, sino por su propia autocensura.
Nacida, como casi todos los disolventes ideológicos ideados desde la Segunda Guerra Mundial, en las muy progres universidades estadounidenses, la corrección política se ha extendido cual coronavirus por eso que, a duras penas, seguimos llamando Occidente. Y de ahí, evidentemente, a casi todo el mundo, ansioso de imitar, tanto en lo bueno como en lo malo, tanto en lo inteligente como en lo estúpido, al imperio de la Coca-Cola.
Alumnos aventajados, por evidente contagio lingüístico, son unos británicos que no se quedan cortos en estas lides. Por ejemplo, hace un año (mayo de 2019) se conocieron las instrucciones del periódico izquierdista The Guardian a sus redactores para que sustituyan los términos empleados hasta el momento sobre asuntos climáticos por otros más adecuados. Así, el clásico climate change (cambio climático) ha pasado a ser considerado "demasiado pasivo y amable", por lo que ha de sustituirse por climate crisis o climate breakdown (crisis o colapso), que son más contundentes. Lo mismo sucede con el paso de global warming (demasiado templado) a global heating (más sofocante). Y en cuanto a los pecadores que todavía se atreven a dudar de la versión oficial del calentón planetario, los redactores del Guardian han de abandonar el climate sceptics empleado hasta hoy para empezar a denominarles climate deniers (negacionistas del clima), pues con ese término de evidentes reminiscencias holocáusticas la maldad de los escépticos quedará más en evidencia. Interesante experimento será el de comprobar cuánto tardan en imponerse estos cambios en España.
Aun obedeciéndose en todas partes las directrices generales, cada país aporta sus variedades autóctonas, producto de sus particulares circunstancias y obsesiones. De las de España ya hemos hablado en ocasiones anteriores, así que hoy nos entretendremos con las de nuestra vecina Francia, caracterizada por ser, junto con el Reino Unido, la vanguardia de la inmigración extraeuropea a partir de los inicios de la descolonización, hace ya setenta años. Por eso el núcleo radiactivo de la corrección política francesa afecta fundamentalmente a todo lo que tenga que ver con la inmigración y la delincuencia, fenómenos estrechamente vinculados aunque una de las normas esenciales de dicha corrección política implique, precisamente, el ocultamiento de ese vínculo. Lo mismo sucede en Gran Bretaña, donde se ha llegado al tremendo extremo de ocultar durante décadas miles de violaciones por parte de inmigrantes afroasiáticos, pues las autoridades políticas y policiales decidieron que, para evitar el rechazo a la inmigración, era mejor seguir soportando que miles de niñas siguiesen siendo violadas que informar a los ciudadanos de la procedencia de los criminales. Nada distinto de lo que sucede en España, donde el escandaloso desequilibrio entre el porcentaje de población inmigrante y su participación en delitos sexuales, de violencia doméstica y de todo tipo es igualmente ocultado por decisión de los que mandan, para desesperación de policías y funcionarios de prisiones e indignación de los ciudadanos.
Pero regresemos a la neolengua políticamente correcta dominante en los medios de comunicación franceses. Por ejemplo, cuando se recoge la detención de un delincuente habitual, se le menciona como individuo conocido por la policía. La lucha contra los robos y asaltos a casas se describe, mucho más leguleyamente, como operaciones contra los delitos de apropiación. Los inmigrantes ilegales han subido de categoría y ahora son inmigrantes privados de papeles, estudiada expresión que carga la culpa no en el inmigrante que se salta la ley, sino en el Estado que no subsana su delito bendiciendo oficialmente su irregular situación. Cuando los protagonistas de la noticia son gitanos, jamás se utiliza esa palabra, sino el novelesco eufemismo gentes de viaje. Cuando resulta que los delincuentes son bandas de negros o magrebíes, no se comete el pecado de mencionarlos así, sino como grupos de jóvenes agrupados por consideraciones étnicas, grupos de identidades de barrio o el más breve bandas multiculturales. Barrios, por cierto, de mayoría inmigrante, escenario habitual de episodios violentos y que suelen ser definidos con el mucho más amable barrios populares. Y la propia inmigración, concepto, por lo visto, peligroso, cada día es menos mencionada por su nombre, sustituido por movilidad europea, que es mucho más elegante y, además, evita mencionar el irrelevante detalle de que ésos que se mueven ilegalmente por Europa son, en su gran mayoría, extraeuropeos.
Pero, diga lo que diga Humpty Dumpty, cambiar las palabras no cambia las cosas. Y a pesar de todas las maniobras palabreras y de todas las ocultaciones en los medios de comunicación, los secretos a voces acaban saliendo a la superficie. En los últimos años hemos empezado a ver las primeras manifestaciones de una indignación que no para de crecer en toda Europa, indignación que no tardará en inflarse hasta estallar. Entonces veremos cómo se resuelven de repente los problemas que se han ido acumulado por la voluntad gubernamental y mediática de negar su existencia.