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Alicia Delibes

El maestro de Albert Camus

En 'El primer hombre' Camus dejó un maravilloso ejemplo de lo que era el maestro ideal de una época que parece ya muy alejada de nosotros.

En 'El primer hombre' Camus dejó un maravilloso ejemplo de lo que era el maestro ideal de una época que parece ya muy alejada de nosotros.
Albert Camus | Cordon Press

Cuando se declaró el estado de alarma y fuimos confinados, rebusqué en mi biblioteca aquellos libros que podía interesarme leer a lo largo del encierro, bien porque tuviera interés leerlos de nuevo o porque, después de comprados, se hubieran quedado sin abrir sobre las estanterías.

Uno de esos libros fue Le premier homme, de Albert Camus, una novela autobiográfica que el autor nunca llegó a terminar y que fue publicada muchos años después de su muerte.

El 4 de enero de 1960, el escritor Albert Camus perdió la vida en un absurdo accidente de carretera. Tenía 47 años. Dejaba una mujer viuda y dos huérfanos de 14 años. En su cartera, entre los documentos y papeles personales, se encontró lo que parecía el manuscrito de una novela en la que probablemente estaba trabajando. Treinta y cuatro años después, por expreso deseo de su hija Catherine, se publicó aquel manuscrito con el título El primer hombre.

El primer hombre es el relato de la infancia de Jacques Cormery, un niño que, como Albert Camus, había nacido en 1913 y perdido a su padre en la Gran Guerra. Jacques vive en un miserable barrio de las afueras de Argel con su abuela, una mujer dura e intransigente, su hermano mayor, con el que apenas se relaciona, y su madre, a la que adora y es analfabeta y medio sorda.

Jacques es uno de los mejores alumnos de la escuela comunal. Por su maestro, M. Bernard, siente tanta admiración como cariño. Él le ha enseñado a leer, a escribir, a hacer cuentas, pero, sobre todo, ha despertado en él un deseo insaciable de aprender.

Jacques, a punto de terminar la enseñanza primaria, es seleccionado con otros tres compañeros para preparar el examen que le dará opción a estudiar el bachillerato en el liceo de su ciudad. El Sr. Bernard dedica todo su tiempo libre a aquel grupo de niños a sabiendas de que, para ellos, el estudio es la única oportunidad de salir del mundo de miseria en el que se han criado.

Camus retrata al maestro de Jacques como una persona afable, cariñosa y, al mismo tiempo, exigente. Un hombre que alimentaba en sus alumnos el deseo de aprender al tiempo que conseguía que estos se sintieran orgullosos de recibir tal distinción:

Él alimentaba en nosotros algo que es más importante aún para el niño que para el hombre, el hambre del descubrimiento.

Camus admiraba de M. Bernard que cuando contaba a los escolares cosas de su infancia

les exponía sus puntos de vista, pero nunca sus ideas. Como muchos de sus colegas, era anticlerical, pero jamás dijo en clase una sola palabra contra la religión, ni contra nada que pudiera ser objeto de una elección o de una convicción. Pero, eso sí, condenaba todo aquello que estuviera fuera de toda discusión, como el robo, la delación, el desaseo personal o la falta de delicadeza en el trato a los demás.

En El primer hombre Camus dejó un maravilloso ejemplo de lo que era el maestro ideal de una época que, desde luego, parece ya muy alejada de nosotros.

Bernard es el nombre ficticio que da Camus a Louis Germain, su maestro en la escuela primaria. En el libro se recuerda el bellísimo gesto de Albert Camus al enviar, pasadas unas semanas de la ceremonia en la que le hicieron entrega del Premio Nobel, una emocionada carta al que había sido su querido maestro. La carta decía así:

19 de noviembre de 1957

Querido M. Germain

He dejado que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado estos días para poder hablaros con todo mi corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, mi primer pensamiento, después de mi madre, ha sido para usted.

Sin usted, sin esa mano afectuosa que usted tendió al niño pobre que era yo, sin vuestra enseñanza y vuestro ejemplo, nada de todo esto hubiera sucedido.

No me hago un mundo del honor recibido. Pero, al menos, es una ocasión para deciros lo que habéis sido, y seréis, siempre para mí; y para aseguraros que vuestro esfuerzo, vuestro trabajo y el generoso corazón que en ello pusisteis están siempre vivos en uno de vuestros pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado nunca de estaros agradecido. Os abrazo con todas mis fuerzas.

Albert Camus

Este relato póstumo de Albert Camus provoca una tierna emoción, pero también una enorme melancolía por una escuela y unos maestros que ya no existen. ¿Dónde están hoy esos maestros que dedicaban su vida a despertar en los más pequeños el deseo de aprender, de saber, de descubrir la inmensa riqueza cultural del mundo en el que han nacido?

Hoy, en Francia, hay muchos profesores e intelectuales que se preguntan dónde han quedado los valores de su legendaria Escuela Republicana que tan bien se reflejan en ese personaje elegido por Camus para describir a su maestro.

Y es que no quedan ya muchos M. Bernard, capaces de enseñar a sus alumnos a distinguir el bien del mal guardándose mucho de expresar sus propias opiniones para no interferir en la formación del espíritu crítico de sus alumnos. Desgraciadamente, en Francia como en España y como en casi todo el mundo occidental, el exceso de pedagogía, el desprecio por la instrucción y una asfixiante burocracia enturbian hoy la tarea más gratificante que puede existir en el mundo: enseñar bien lo que uno sabe y despertar en los niños y adolescentes el ansia de saber todavía más.

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