Después de cuarenta años de travesía del desierto, es decir, de transición democrática, los españoles seguimos políticamente transidos; es decir, consumidos por nuestra propia impotencia como nación. No hemos alcanzado la tierra de promisión, la meta de una democracia estable, avanzada, con auténtica separación de poderes. Es la que se da preferentemente en países donde se habla inglés o se acogen a la sombra de la influencia cultural anglicana; por ejemplo, Portugal, sin ir más lejos.
Nuestro sistema (o mejor, régimen) se asemeja a una especie de oligarquía, más o menos como en tiempos de la Restauración o de la II República. Por no hablar de los residuos autoritarios que todavía quedan del franquismo. Vamos, que un optimista diría que debemos estar satisfechos del espíritu de continuidad a lo largo de la España contemporánea.
El invento del Estado de las Autonomías (café para todos) ha revelado ser un gran fracaso, un oneroso dispendio. Por lo menos ha supuesto un aumento desproporcionado de los empleados públicos sin el control de los grandes cuerpos de funcionarios. No en vano los casos de corrupción más sonados se han dado en las llamadas ‘autonomías’.
En 1978 se recuperó el dudoso término de nacionalidades. Diseñado en la II República para discriminar los privilegios de las regiones con dos lenguas, en la práctica ha significado un desproporcionado poder de veto por parte de los nacionalistas (ahora independentistas) vascos y catalanes. El Congreso de los Diputados, con una veintena de partidos, se hace manifiestamente inviable. La mayor parte de ellos no intentan representar a la nación española, sino solo a una explícita facción territorial. Si bien se mira, se comportan más bien como grupos de presión que como partidos políticos. La soberanía nacional aparece así diluida o degradada.
El funcionamiento del Estado sigue conteniendo elementos desfasados para una adecuada evolución democrática. Persiste la secular corrupción de muchos de los que mandan o han mandado. Últimamente se da el caso de la corrupción a través del mercadeo de los medios profilácticos en la lucha contra la pandemia del virus chino. Es algo que clama al Cielo, pero no parece que suscite muchas causas judiciales. La corrupción más frecuente, hoy como ayer, es la de las grandes fortunas que logran amasar algunas personas que pasan por los altos cargos.
Los casos de clientelismo (ayuda desproporcionada a los fieles o seguidores del partido en el poder) siguen siendo escandalosos, aunque se oculten o se disfracen. Por ejemplo, una parte considerable de las subvenciones a las ONG o asociaciones de voluntarios son realmente cauces clientelistas. Las prácticas de favoritismo se acusan todavía más en los Gobiernos autonómicos. Todos estos abusos exigen unas cargas fiscales muy onerosas, que acaban repercutiendo sobre las clases populares, las que no venden nada más que su trabajo actual o anterior.
La corrupción política se reduce a enriquecerse a costa del erario (que siempre es público), a veces a través de elementos simbólicos. Una ilustración. Muchos profesionales han puesto en duda la autoría de la tesis doctoral en Economía del presidente Sánchez. Naturalmente, resulta difícil demostrar un hecho negativo. Pero resulta indiscutible que el presidente no ha vuelto a investigar nada relacionado con su tesis doctoral; lo cual parece bastante raro en los usos académicos. Por lo mismo, llama la atención el hecho de que el presidente no suela desarrollar asuntos de índole económica en sus verbosos discursos. Todo esto es muy raro; priva un punto de legitimidad al presidente del Gobierno. Desde luego, la Universidad no queda bien parada.
Habrá que resignarse. La planta de la democracia nunca ha conseguido arraigar bien en España. Nuestras constituciones han sido (alguna) modélicas, pero pesan más los elementos constitutivos, los que se derivan de los impulsos tribales.