Contra lo que sugiere el victimismo cansino que –envuelto en un gastado envoltorio romántico– propagan a menudo quienes lo ejercen, el periodismo es un oficio magnífico y una bendición para la persona curiosa con hambre de saber e interés por el prójimo. Pocas profesiones permiten conocer a tanta gente y asomarse a mundos tan diversos como lo hace el periodismo bien hecho, que además es incompatible con la rutina y obliga a salir continuamente de eso que llaman tu zona de confort.
Como todos los trabajos, claro, tiene también sus inconvenientes. Entre los más fastidiosos está la necesidad que impone de estar al tanto de todo lo que es de actualidad, incluidas las muchas estupideces que pasan por importantes por el mero hecho de haberse puesto de moda.
Uno disfruta a veces de la polémica y se solaza en el esperpento al que están llegando corrientes intelectuales que no le son afines. Pero sabe que su vida sería mucho mejor si no tuviera que consumir las cantidades industriales de sandeces por lo general malintencionadas que con frecuencia creciente salen de cada vez más figuras públicas e instituciones influyentes.
Aunque por inclinación natural y deformación profesional yo estaría consumiendo actualidad todas las horas del día, a veces es necesario descansar del ruido de las noticias y la virulencia del debate. Para darle a la cabeza y los nervios ese benéfico reposo, hace dos o tres años empecé a ver series, casi siempre policiacas y centradas en lo humano más que en lo social o lo político.
Esta semana he encontrado en Netflix una producción belga, 13 Mandamientos. Ambientada en una ciudad de provincias de Flandes, la serie está construida según el modelo de Seven y narra el pulso de la policía con un retador criminal en serie que, mediante el asesinato y la tortura, busca agitar la conciencia de una sociedad cada vez más alejada de los valores tradicionales que él venera.
Pese a que choque con el descanso de lo político que normalmente busco en las series, la vocación justiciera ultraconservadora del malo es, a mi juicio, una columna vertebral narrativa perfectamente creíble y legítima, y 13 Mandamientos me está pareciendo una serie excelente. La trama está admirablemente construida; los personajes, bien hechos e interpretados, y son además lo suficientemente atractivos como para cogerles cariño y familiarizarse con ellos.
Y, sin embargo, 13 Mandamientos logra irritarme constantemente con los detalles, escenas y comentarios de sobreactuación buenista que sus creadores meten con calzador para demostrar su buena voluntad con los inmigrantes, los pobres y los vulnerables y su condena inequívoca de las fuerzas retrógradas conservadoras que envenan nuestra idílica convivencia.
Por ejemplo, exculpando por boca del protagonista y principal personaje positivo al Islam en general de los atropellos de unos pocos fundamentalistas, algo que a los creadores no les parece necesario hacer con el cristianismo integrista al que parece que pertenecen el asesino y sus simpatizantes. O dejando claro sin que venga a cuento o tenga la menor importancia para la trama que la madre drogadicta vecina del protagonista no es una inconsciente sin el menor sentido de la responsabilidad sino una víctima de sus injustas circunstancias económicas. O, por dar un último ejemplo, con la mención totalmente gratuita a las duras condiciones de trabajo de los inmigrantes en los asilos durante una visita de la policía a una residencia de ancianos.
A esto se le suma el personaje de Marnix, un gordito católico, torpe, bobo, mezquino y sentimental que es el único personaje tajantemente negativo de toda la serie, con el que el guión se ensaña con una crueldad que ni se permite amagar con los personajes que representan a otros grupos sociales que sí están del lado bueno de la Historia.
Hablo aquí de 13 Mandamientos, pero esta manera de tratar a unas minorías y a otras por parte de quienes presumen de tolerantes y abogados de la diversidad es algo común a muchas, por no decir casi todas, producciones de Netflix, como sabrán los lectores que estén abonados a esta plataforma.
Es evidente que cada uno hace con su serie lo que quiere, y que Netflix tiene derecho a programar y dejar fuera lo que le venga en gana. Pero con la irritación que me provocan estos detalles que estropean una buena serie y el hartazgo de toda esta beatería invasiva me surgen unas preguntas.
¿Ya no es posible ver una serie sin ser sometido a un bombardeo de la propaganda moralista hegemónica? ¿No quedan directores lo suficientemente seguros de sus sentimientos hacia los inmigrantes o las minorías sexuales como para hacer una película sin esforzarse por dejar claro que no los odian? ¿No merece un católico aunque sea gordo y feo un mínimo de la hipersensibilidad con la que tratan a quienes disfrutan del estatuto de víctima? ¿No se sienten insultados los inmigrantes y las minorías sexuales ante ese paternalismo delicado que les convierte en seres por definición vulnerables y desvalidos?