El pasado día 1 abrió el Teatro Real de Madrid, después de más de 90 días cerrado por el covid-19 y las medidas de confinamiento decretadas por el Gobierno. Lo hizo con una Traviata programada con antelación para las mismas fechas. Dados los requisitos higiénicos, la puesta en escena prevista fue sustituida por una versión de concierto, semiescenificada, con muy pocos escasos elementos dramáticos en un escenario desnudo. Ahora bien, la música de Verdi y los artistas consiguieron un gran éxito, el que se merecía la vuelta a la vida del Teatro Real y la valentía de sus responsables.
No parece que nadie echara de menos la pretenciosa y grotesca puesta en escena prevista. A la ópera, como al teatro, le viene bien el espectáculo, pero cuando el espectáculo es lo primero, como viene ocurriendo sistemáticamente, tanto la ópera como el teatro padecen y se asfixian. Por eso los responsables de la cultura oficial, y quienes aspiran a ocupar esos puestos en tiempos venideros, deberían interrogarse seriamente sobre la naturaleza de la normalidad post covid-19. No se trata de restaurar lo anterior, sino de afrontar una situación nueva, que tenga en cuenta lo mucho que ha cambiado en estos meses.
Con el nivel de deuda que vamos a alcanzar, los enormes gastos del Estado concentrados, como debe ser, en programas sociales y una menguada capacidad de aumentar la recaudación, está claro que van a tener que aplicarse restricciones. También parece claro que vamos a seguir viviendo largos años de precariedad en el empleo, y que se intensifica la práctica imposibilidad de ahorrar para muchas familias y muchos particulares. Estas tendencias ya estaban aquí y el covid-19 no ha hecho más que acelerarlas, como ha acelerado la implantación del teletrabajo. Habrá que establecer por tanto prioridades claras acerca de las áreas culturales a las que se dedican unos recursos públicos escasos en una sociedad enfrentada a serios problemas.
Uno de los criterios básicos que cualquier política cultural debería proponerse es la conservación, preservación y difusión del patrimonio español. Hay muchas instituciones que cumplen esta tarea ejemplarmente. Pero hay áreas con fallos estrepitosos. No hay una institución dedicada a la escuela bolera, que es la auténtica danza española, como tampoco se ha hecho nada por preservar el inmenso caudal del repertorio zarzuelístico –hoy perdido para los jóvenes– ni siquiera con un teatro dedicado, en teoría, a esa tarea. En teatro, resulta increíble que un país con el repertorio como el nuestro, el más rico del mundo, carezca de un centro en el que se programen funciones respetuosas y comprensibles, asequibles a todos.
A este primer criterio acerca del establecimiento de prioridades se suma otro, que es la despolitización de la cultura subvencionada con dinero público. Para aclararlo desde el primer momento, no se trata de censura. Cada cual es libre de hacer lo que le venga en gana con sus medios, pero el Estado no tiene por qué utilizar los escasos recursos públicos para seguir promocionando una agenda ideológica que más de la mitad de la población no comparte, y cada día resulta más partidista y agresiva. Se ha dicho, con razón, que el Museo Reina Sofía es una plataforma de Podemos, y el Teatro Real presentó una puesta en escena carísima de Los soldados, ópera de un compositor alemán, que acababa con el protagonista demoliendo a martillazos uno de los palcos de proscenio. La cultura subvencionada, o el Estado cultural, no ha logrado sólo trivializar el sentido de la cultura, también se ha propuesto su destrucción. (En el arte, sumada esta a otras tendencias, ya lo consiguió hace tiempo).
Desde la actual deriva ultraideológica del progresismo, se piensa que no hay neutralidad posible, menos aún en este terreno. Sin embargo, no hay por qué aceptar ese argumento. Si el Estado empezara a retirarse de uno de los frentes de la guerra cultural, no sería para invertir y atrincherarse en el otro. Lo debería hacer para alejarse del concepto mismo de guerra cultural, y dejar este a quien quiera dedicarse a ella. El Estado debe contribuir a transmitir una tradición y a fomentar el gusto, la sensibilidad y la independencia intelectual de los ciudadanos, no a imponerles lo que deben pensar o lo que deben sentir. Quien se arriesgue a preconizar una política cultural basada en la austeridad, el respeto a lo nacional español y la abstención ideológica –es decir partidista– arriesga mucho, pero también tiene mucho que ganar. Buena parte de la sociedad española sigue esperando que alguien ponga en marcha una política cultural que ni siquiera se ha intentado en nuestro país.