La ola de protestas sociales que se ha desencadenado sobre Estados Unidos presenta algunos de los elementos propios de un proceso revolucionario. Andrew Sullivan, en un brillante apunte, enumera tres. Uno es la iconoclastia, la destrucción de imágenes ofensivas, que rehace la Historia según los deseos dictados por el presente y da forma a un nuevo espacio público y a una nueva comprensión de la naturaleza misma de la sociedad. La Historia, que en los países anglosajones era fuente de experiencia y de enseñanza, se convierte en un catálogo de errores que hay que borrar. Se recordarán los actos de destrucción de los islamistas y de los Guardias Rojos durante la Revolución Cultural maoísta. Otro elemento revolucionario es la autocrítica pública, tan cruelmente escenificada bajo el estalinismo y entonada ahora por decenas de profesores, escritores, empresas e instituciones norteamericanas, supuestamente avergonzados por actitudes difíciles de reconciliar con la nueva ortodoxia. El tercero es la lengua, la neolengua, la LTI que va incorporando cada vez más rápido los elementos que evidencian una nueva realidad social y al tiempo denuncian la anterior, por sexista, clasista o racista. Orwell y Klemperer fueron los grandes pioneros en el análisis de esta nueva realidad lingüística propio de los totalitarismos. Y como tal, no hay escapatoria: el uso del lenguaje nos denunciará como seres despreciables, manipulados y manipuladores, o bien como personas de nuestro tiempo, miembros de la ciudadanía woke. (Para no perderse, en inglés existe la excelente página Translations from the Wokish).
Estos fenómenos están surgiendo en un contexto ideológico muy particular. No vienen de la denuncia de unos hechos sociales para los cuales tenemos instrumentos de cambio y un marco social, cultural y político adaptable y reformable. Ya no estamos en la defensa de los derechos civiles de los negros o afroamericanos, ni en la emancipación de las mujeres, ni en la denuncia del antisemitismo o de la represión y la humillación de los homosexuales. Ahora se trata de denunciar y de cambiar una sociedad intrínsecamente injusta, y que por tanto sólo puede producir injusticia, discriminación y humillación. Cada uno de nosotros es, o bien instrumento suyo, o bien un activista de la justicia auténtica. Si Estados Unidos es una sociedad sistémicamente racista y las europeas son sistémicamente machistas, ya sabemos dónde cae quien lo niegue. Vuelve la crítica de Marx al capitalismo y al liberalismo, subyacente siempre al pensamiento sesentayochista. Se impone una ruptura paradójica. Todo vuelve a ser política y la política lo ocupa todo, incluidos los espacios más personales, pero al mismo tiempo se llega a una posición radicalmente antipolítica que no acepta, porque están viciados de por sí, instrumentos como la negociación y el acuerdo.
La violencia intrínseca del gesto se prolonga con facilidad en otras formas de violencia menos simbólicas. En los años 70 fueron las grandes manifestaciones y el terrorismo… Hoy, las calles de muchas ciudades norteamericanas se han convertido en un campo de batalla, a veces durante meses, como sigue ocurriendo en Portland. Para intentar explicar un comportamiento tan radicalmente incívico, tan contrario a cualquier convivencia civilizada, se recurre a la dificultad de la situación, tanto para los jóvenes como para las minorías, en particular la afroamericana: desempleo, precariedad, salarios bajos, ausencia de horizonte... La crisis causada por el covid-19, que acaba de empezar, profundiza y amplía la de 2008, la que fue consecuencia de la globalización, hasta extremos todavía insospechados.
Faltaba un elemento puramente político como es la existencia de una organización partidista que se pusiera al frente de ese malestar y de esa nueva conciencia. En Estados Unidos, es el Partido Demócrata el que parece haber decidido que esos eran su campo y su lucha. Poco tiene que ver este nuevo Partido Demócrata con el partido renovador a la vez que conservador de Roosevelt y de Johnson. Clinton inició la transición hacia la postmodernidad y Obama la apuntaló con la reconversión masiva de un partido socialdemócrata, por así decirlo, a las políticas de identidad. Hoy, muchos cargos públicos del Partido Demócrata quieren retirar los fondos a la Policía o se manifiestan en contra de los agentes del orden… Al mismo tiempo, este progresismo muy distinto de todo lo anterior ha contribuido a crear una respuesta que, después de algún ensayo fallido pero pionero (el Tea Party), ha dado a luz al movimiento que cristaliza en el ‘no’ sin equívocos de Donald Trump y sus votantes. Y, en la lógica de la polarización que se ha puesto en marcha, el populismo trumpista contribuye a intensificar la buena conciencia y la fiereza de la respuesta antes liberal (en su acepción norteamericana, es decir progresista) y ahora woke.
Que todo esto constituya una revolución no resulta evidente. El problema –o la salvación, según la perspectiva que se adopte– reside en que una revolución requiere una transformación del sistema político que varíe la lealtad y los consensos del conjunto de la sociedad. Y en este punto crucial la única alternativa visible a la democracia liberal sigue siendo el autoritarismo, ya sea el totalitarismo comunista chino, el caudillismo a lo Putin o los regímenes populistas latinoamericanos. Todas estas versiones del autoritarismo han sobrevivido al fin de la Historia, pero están todavía muy lejos de convertirse en modelos para las sociedades occidentales, que no son capaces de concebirse a sí mismas fuera del modelo de la democracia liberal.
Se dirá que las revoluciones no siempre requieren transformaciones políticas. Es cierto, y ahí está el ejemplo de la revolución cultural y moral de los años 60 y 70. También lo es, sin embargo, que el movimiento actual es heredero de aquel, su triunfo póstumo. Lo que entonces fue minoritario está en trance de convertirse en un movimiento masivo. Surge de las universidades, la enseñanza secundaria y los centros de cultura oficial. Lo protagonizan estudiantes y jóvenes con pretensiones ilimitadas. Y revela la misma incomodidad del sesentayochismo con la democracia liberal. La democracia ofrece el mayor grado de libertad y de autonomía (también de justicia, incluida la justicia social, en particular en su versión europea), nunca alcanzado en la historia de la humanidad. Pero también aparece como un sistema político ajeno a quienes deberían ser sus protagonistas. No hay alternativa, pero la confianza en la capacidad de la democracia liberal para responder a los nuevos problemas se ve muy mermada.
Hay un fondo nihilista en todo este movimiento revolucionario, como de exhibición de deseos que sabemos que no pueden ser realizados. Por anteriores experiencias de la misma índole, sabemos cómo acaba todo esto: miseria, injusticia, desigualdad, discriminaciones en masa, supresión de la libertad. Y sin embargo el movimiento y sus aliados siguen avanzando, como si hubieran alcanzado una velocidad propia, ajena a los condicionantes externos y a cualquier consideración ajena a su lógica interna. Lo propio de las revoluciones es traer lo inconcebible.