El rey emérito se ha ido de España como un paria. Dice que para no comprometer la imagen de su hijo con sus escándalos y salvar así la Monarquía constitucional que él mismo instauró tras la muerte de Franco.
El sacrificio de Juan Carlos al romper amarras está en línea con las drásticas medidas tomadas antes por el rey Felipe para mostrar la ejemplaridad de su reinado. El ala socialista (hipócrita) del Gobierno y los partidos de centro-derecha que sí creen en la Monarquía como forma de Estado dicen que respetan la decisión del emérito.
Aunque estoy convencido de la buena fe de estos últimos, yo creo que se equivocan. Respetar su salida por la puerta de atrás es de hecho abandonarlo y asumir su nueva condición de paria.
Más justo para con Juan Carlos, y beneficioso para Felipe VI, la Corona y la Monarquía constitucional, habría sido pedir al emérito que no se fuera y apoyarlo como el PSOE de González hizo con sus corruptos, incluso si hubiera de ir a juicio.
En primer lugar, porque aceptar la capitalidad de los pecados del emérito regala la iniciativa del debate a quienes han agitado la campaña contra él para derribar la Monarquía. Y porque, más allá de consideraciones estratégicas, no sé si es del todo honrado que los españoles condenemos a Juan Carlos por cobrar las comisiones que se le imputan.
Los delitos que presuntamente cometió Juan Carlos son consecuencia de un modelo de reinado que los partidos que hoy respetan su paso a la clandestinidad apoyaron en su día, y del que España se aprovechó tanto o más que el emérito cuando le hizo falta. El ejemplo obvio es la adjudicación multimillonaria que Juan Carlos consiguió para empresas españolas en apuros de la construcción del AVE a La Meca, por cuyas comisiones le desprecian ahora quienes antes le alababan.
El estilo medieval con que Juan Carlos se trataba con sus amigachos del Golfo era bueno cuando traía a España contratos y salvaba puestos de trabajo, pero es motivo de repudio cuando sale a relucir la tajada que sacaba del tráfico de influencias que le encargaba el Estado.
Como recordó hace poco Jaime de Marichalar en su certera defensa del que fuera su suegro, los españoles y, especialmente, el establishment que hoy le deja tirado tienen mucho que agradecer a Juan Carlos. Y no solo al Juan Carlos que renunció al poder ejecutivo en favor de la democracia, como casi todos pretenden ahora.
Dejar solo a Juan Carlos I en esto es un acto de mezquindad que tendrá consecuencias para todos, porque la ofensiva político-mediática en su contra no es más que el bulldozer que abre el camino de la izquierda hacia la República.
El destierro de Juan Carlos por corrupto lo impone además, no lo olvidemos, un Gobierno eminentemente corrupto, que pacta con quienes jaleaban asesinatos en el País Vasco y presiona a la Justicia para soltar antes de tiempo a quienes violentaron el orden constitucional en Cataluña.
El legado valioso e imperfecto de servicio a España del emérito lo pisotean con crueldad todos los dinamitadores profesionales del Estado de Derecho, mientras una legión de mediocres que de lo único que puede presumir es de no haber robado pide guillotina contra el réprobo.
El PP, Vox y Ciudadanos no deben aceptar como legítimas las razones de la defenestración de Juan Carlos, ni hacer suyo el adanismo anticorrupción en boga, que prefiere la inacción al error y al final solo se aplica a quienes no son de izquierdas.
Es imposible no sentir tristeza al ver la salida de Juan Carlos de España. Por todo lo que escrito antes y porque hay más verdad y más humanidad en todas sus debilidades, en sus mentiras y sus deslices que en los escasos aciertos de quienes hoy le quieren humillado.