Ya lo decía el maestro Andreotti, lo que de verdad desgasta en política es estar en la oposición. La ausencia de poder disuelve la cohesión partidista, en particular cuando uno no sabe quién es ni para qué se quiere conquistar el poder, más allá del placer de poseerlo.
Pablo Casado no fue votado por los militantes del partido por su sólida formación ni por su capacidad de gestión. Lo fue porque representaba un ideal, en un momento en el que el Partido Popular amenazaba ruina tras la presidencia de Mariano Rajoy y a la vista de la emergencia de dos nuevos partidos que recogían los millones de antiguos votantes que migraban para recuperar la ilusión y la esperanza. El nombramiento de Cayetana Álvarez de Toledo y Gabriel Elorriaga para comandar el grupo parlamentario era icono de una renovación en marcha, fiel al mandato de los votantes. Su decapitación política supone la renuncia, veremos si parcial o total, a aquel mandato, agravada por el encumbramiento de quienes nunca compartieron aquel ideal, sino que se mantuvieron fieles al marianismo. Bien está integrar a todas las sensibilidades, pero no conviene olvidar a las propias.
Una de las razones que Álvarez de Toledo ha citado para explicar el desencuentro ha sido la renuncia de Casado a dar la batalla cultural. El tema no es nuevo, pero es crítico. La izquierda ha logrado sin gran esfuerzo imponer un discurso político, que implica el establecimiento de una ética preceptiva, por la que se indica lo que es o no correcto, cierto, aceptable… Hemos pasado de una ética religiosa a otra laica, no menos rigurosa. Por qué esto se ha logrado con el apoyo de importantes grupos empresariales o corporaciones es tema poco elegante que quizás trate en otra ocasión. Lo que hoy toca es preguntarse por qué el centro-derecha –en esta ocasión no podemos decir liberal-conservador, porque no es lo uno ni lo otro– renunció a dar la batalla en casi todo el período correspondiente al sistema político de la Constitución de 1978. Desde luego, el relativismo no fue característica de conservadores y liberales antes de la Guerra Civil. La iniciativa más interesante y vigorosa, el maurismo, fue todo lo contrario. Hay que buscar en el franquismo el origen de una mala conciencia del centro-derecha que le lleva a tratar de hacerse perdonar su pasado asumiendo ideas y posiciones que no le corresponden. Un centro-derecha que se nutre, como el régimen de Franco, de funcionarios y políticos profesionales y que vive de espaldas a la sociedad civil.
La renuncia a un ideario y a dar la batalla por lo que se cree implica jugar sistemáticamente en campo contrario. Tanto es así que los populares tienen perfectamente asimilado que ellos jamás ganarán unas elecciones, sólo llegarán al poder cuando los socialistas se hundan por méritos propios. En esa circunstancia gobernarán en precario, en campo contrario, y a la mínima perderán el poder. Tratan de convencerse de que llegará el momento en el que la sociedad reconocerá que ellos sí saben gestionar, que pueden administrar con criterio. Pero ese momento no llegará, porque la gente compra ilusiones, esperanzas, proyectos, y ellos han renunciado a proponerlos.
La batalla cultural empieza en casa, definiendo una identidad, sin la cual es imposible pergeñar estrategias e idearios. Para Casado, esto es innecesario. Como diría Rajoy: "¡Uf, que lío!". ¿Qué necesidad tenemos de meternos en esas disquisiciones que no llevan a ninguna parte? Seamos prácticos y concentrémonos en lo inmediato. Pero cuando la política es sólo táctica se pierde la conexión con el votante, y en democracia eso es lo fundamental.
El siglo XX asistió a la incorporación de las multitudes a la política. Los partidos dejaron de ser de cuadros para serlo de masas. Cualquier persona podía participar militando, interviniendo en la definición de políticas. En España, el maurismo supuso precisamente eso. Por el contrario, el marianismo, hoy aparentemente redivivo, está logrando que un partido que fue de masas se transforme en un sindicato de políticos sin ideario, que desconfía de sus votantes y que renuncia a ilusionarles. Lo fía todo al centrismo, que es sólo una posición en un paisaje incierto que otros administran.