El ministro de Justicia, Notario Mayor del Reino, declaró en sede parlamentaria que España vive una crisis constituyente, que ha dado paso a un debate constituyente. Bien está que nuestras autoridades hablen con claridad, para que todos podamos comprender el porqué de los actos de sus señorías. No era ningún secreto, pero los dirigentes socialistas evitaban el tema. No era cuestión de asustar al electorado, ni de abrir melones difíciles de cerrar.
Obvio es que la mayoría parlamentaria comulga con esta idea, que son más los diputados que concuerdan en el diagnóstico de que la Constitución de 1978 está caduca que los que piensan que no necesita mayores reformas. Si sus votantes piensan o no lo mismo es harina de otro costal.
Las constituciones están diseñadas para ser reformadas, pues las circunstancias cambian y lo que parece normal en un momento deja de serlo con el paso del tiempo. Pero en esta ocasión no nos encontramos ante una reforma técnica, de mero ajuste. Bien al contrario, lo que está encima de la mesa es un cambio de régimen.
A la muerte de Franco, las fuerzas políticas emergentes coincidían en la voluntad de establecer una democracia capaz de superar las dramáticas consecuencias de la Guerra Civil, lo que suponía, entre otras cosas, convivir desde el respeto y aceptar singularidades regionales en una España que se reconocía como nación bajo una monarquía parlamentaria. La Corona representaba tanto la continuidad histórica como el compromiso con los valores y principios democráticos.
Cuarenta años, después ese consenso ha desaparecido. Los socialistas han abandonado la idea de nación. De hecho, se han convertido en una federación de partidos, de los que buena parte son nacionalistas de variadas lealtades. Su acuerdo con comunistas e independentistas no es táctico, como muchos se empeñan en creer. No son cosas de Sánchez, ni caprichos irresponsables. Es el resultado de un giro estratégico que viene de atrás. Por eso, los intentos de Inés Arrimadas por salvar a los socialistas de sí mismos carecen totalmente de sentido. En ese viaje Sánchez espera poder devolver a Podemos al nicho histórico reservado a los comunistas y llegar a un entendimiento suficiente con los independentistas, tras convertir este pobre país en una vaga confederación, con o sin rey. El compromiso de la Corona con la Constitución se ha convertido en un serio problema que, unido al legado de Juan Carlos, puede animar a más de uno a ensayar la III República.
En aquellos ya lejanos días, la derecha estaba dividida en distintos grupos. La descomposición de la UCD fue un desastre. Costó mucho levantar una sola fuerza política que recogiera el conjunto del centro-derecha, pero nadie cuestionaba que había que lograrlo. La división era una realidad a superar. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en nuestros días. Tres partidos empeñados en profundizar una división que sólo interesa a Sánchez. Algo que sólo se entiende si constatamos la liviandad de sus dirigentes. Sin liderazgo ni programas, sin misión ni visión, los representantes de media España se entregan a hacer declaraciones vanas a la espera de que, una vez más, la incompetencia socialista arruine nuestra economía y lleve a los españoles a recurrir sus servicios. Pero eso no tiene por qué ocurrir. Ni estos dirigentes tienen la experiencia administrativa de los de antaño, ni parecen capaces de responder a las campañas mediáticas que se suceden en su contra. Los sondeos dan testimonio de que los españoles no castigan al Gobierno por su pésima gestión de la pandemia.
Estamos negociando, si bien de peculiar manera, un cambio de régimen. Quien lo pilota asume riesgos de envergadura con una osadía impropia de una persona madura y en un entorno socio-económico crítico. Vamos a vivir situaciones singulares, de esas que es mejor leer en los libros de historia que vivir en primera persona. Mientras tanto, la derecha parece incapaz de superar el histórico legado de Mariano Rajoy: corrupción, división y absoluta carencia de un programa con el que afrontar el doble reto de un cambio de régimen y de época.
Hace cuarenta años no nos engañábamos sobre las dificultares que habría que sortear, pero había una firme voluntad de entendernos, de superar un pasado del que no nos sentíamos orgullosos. Hoy no queremos pensar en lo que nos espera y hemos vuelto a recuperar el alma cainita que tantas desgracias nos ha deparado y tantas oportunidades nos ha hecho perder.