A izquierda y derecha, nuestros políticos deben de creer que los ciudadanos somos todos igual de tontos e ignorantes que ellos. La política epidémica lo demuestra con reiteración, sin el menor rubor por parte de sus protagonistas cuando exponen ocurrencias cuya única finalidad es ocultar su incompetencia y su fracaso en la gestión de la crisis que ha provocado el coronavirus. La primera ola nos pilló a todos desprevenidos, más por mor de la estupidez y de las pasiones feministas que por otra cosa, pues aunque hubo avisos reiterados parecía mejor mirar hacia otra parte. Al final, nos pasó lo mismo que a los chinos; que por llegar demasiado tarde, tras una retahíla de ocultaciones y disimulos, hubo que meter a todos en casa para que no se movieran y así evitar la expansión de los contagios. Claro que los chinos lo hicieron mejor que nosotros, tal vez porque no se andan con remilgos democráticos. Mejor, sobre todo, porque Xi Jinping lo primero que hizo, después de decretar aquel 23 de enero el confinamiento de Wuhan, fue purgar a los dirigentes de la provincia de Hubei, destituyendo a varios centenares de funcionarios, y echar una bronca de padre y muy señor mío a los jefes policiales que cometieron el error de ensartar al mensajero –o sea, al doctor Li Wenliang, oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan, que fue el primero en dar la alarma en las redes sociales–.
O sea, casi como aquí, donde todavía no hemos visto empapelar a ninguno de los múltiples funcionarios incompetentes que, de Illa y de los diecisiete consejeros autonómicos para abajo, en el ministerio y en las consejerías de Sanidad, han sido responsables del desbarajuste, en este caso extendido hasta la segunda oleada epidémica.
Porque, digámoslo con claridad, lo que aquí ha fallado estrepitosamente es la salud pública. También ha pasado en otros países, pero en el nuestro más que en ningún otro, gracias a una mezcla de inexperiencia, ausencia de ideas, dinero –mucho dinero–, preparación en la materia y de pura y dura incompetencia.
La salud pública tiene varios cometidos esenciales para el control epidémico: detección de los enfermos contagiados –de todos, no sólo de unos pocos más graves–, rastreo e identificación de sus contactos recientes, imposición a todos ellos de una cuarentena, vigilancia del cumplimiento estricto de esta última y seguimiento individualizado de todos los procesos. Además, es su competencia establecer los medios para limitar la concentración de personas en las vías públicas –por ejemplo, decretando cierres escolares, impidiendo o limitando las manifestaciones, vigilando las francachelas, botellones y jaranas, prohibiendo los festejos populares– y ordenar las reglas de comportamiento social destinadas a minimizar el contagio. Y para eso, cuando las circunstancias lo exigen, como es el caso, hay que ampliar las plantillas de la atención primaria en la sanidad –incluso también sus instalaciones–, desplegar una red amplia de rastreadores, reforzar los equipos de limpieza y desinfección, proveer de medios materiales de protección a todos los operadores del sistema e introducir el uso obligatorio de las tecnologías que contribuyen a disponer de una mejor información. Se necesita también seleccionar y formar al personal que provisionalmente vaya a asumir algunas de esas tareas –como, por cierto, en España sólo ha sabido hacer el Ejército–, dejándose de exquisiteces sindicalistas referidas a las competencias reconocidas en convenios colectivos y relaciones de puestos de trabajo para los tiempos normales. E incluso habrá que sacrificar los derechos laborales, con sus rígidos horarios, sus puentes y vacaciones, cuando las necesidades del servicio lo exijan –por ejemplo, en verano, sin ir más lejos–.
De todo esto, poco se ha hecho si tenemos en cuenta la enorme dimensión de la epidemia que nos ha tocado vivir, cuyo parangón más próximo podemos encontrarlo hace un siglo en la gripe española –y ya veremos si no hay que desplazarse más atrás en la historia, porque el asunto está lejos de haber acabado–. Ha fallado la atención primaria, ha fallado el rastreo, han fallado las cuarentenas –aunque no su vigilancia, porque ni siquiera se ha intentado con seriedad–, ha fallado la protección de los operadores sanitarios, ha fallado la provisión de suministros a la población, ha fallado la selección de personal y su formación, ha fallado prácticamente todo, principalmente por su insuficiencia. Porque, es preciso reconocerlo, ha habido muchas personas –sanitarios, militares, cuidadores, enterradores, vigilantes, policías– comprometidas hasta la extenuación. Pero eran pocas frente a la inmensa tarea que había que realizar. Pocas, porque el mayor fallo ha estado en unos políticos y gestores incapaces de movilizar y organizar los recursos humanos, financieros y materiales que hacían falta.
Cuando la salud pública fracasa, entonces viene la muerte. Y también los confinamientos. Por eso es un sarcasmo que, ahora, cuando siguen faltando medios y organización para la salud pública, lleguen esos mismos políticos hablando del toque de queda, como si ese fuera el bálsamo de Fierabrás que nos fuera a sacar del agujero en el que estamos metidos. El toque de queda es un nuevo disimulo, una manera de eludir la responsabilidad, una forma de echar la culpa a los ciudadanos, un nuevo abuso de poder que prescinde de nuestros derechos para no lograr nada. ¿Qué vendrá después? ¿Con qué otro invento nos la van a meter cuando un nuevo fracaso se amontone, simple y sencillamente porque esos políticos no quieren gastarse el dinero que se requiere para dotar de medios a la sanidad pública?