No ha habido sorpresas. Las primeras palabras de Biden sobre su política una vez llegue a la Casa Blanca han girado en torno a la necesidad de superar la fractura social que ha dividido en dos a EEUU. Puesto que la campaña demócrata se había centrado en señalar a Trump como el responsable de esa situación, de hecho trató en todo momento de convertir unas elecciones presidenciales en un referendo sobre el presidente, no puede sorprender que su sucesor se presente como el hombre capaz de sanar esa grave herida en el cuerpo social.
La imagen es creíble en la medida en que la biografía política de Biden da fe de que, siendo un demócrata templado, en todo momento trató de llegar a acuerdos con la oposición. Décadas de trabajo en el Senado hicieron de él un pragmático, un hombre de gobierno fiel al mandato constitucional que hace de las cámaras legislativas el punto de encuentro entre posiciones diversas. En beneficio del común, tienen la obligación de acercar posturas hasta llegar a acuerdos. A esa actitud hay que añadir que, como veterano, lleva en el Senado desde 1972, ha desarrollado una indiscutible habilidad para negociar, respaldada por su autoridad y prestigio personal entre sus iguales. Es un senior que conoce perfectamente a los jefes de la Cámara, con quienes se entiende.
Sin embargo, nadie se lleva a engaño en Washington. Biden no es el jefe del partido. Se le escogió, como antes ocurrió con Hilary Clinton, porque podía ganar. Algo que estaba fuera de las posibilidades de los senadores Sanders o Warren. Tampoco es cierto que la profunda división que caracteriza hoy a la sociedad estadounidense –como a la española, la francesa y tantas otras– sea la responsabilidad de un solo dirigente. Trump hizo todo lo que pudo para ahondar la brecha, pero conviene recordar que si pudo imponerse en las primarias republicanas y luego derrotar a Clinton fue porque esa brecha ya existía y que en gran medida se había abierto durante los ocho años de Obama. Una ola de nuevos dirigentes demócratas ha surgido en estos últimos años, defendiendo posiciones aún más radicales en la batalla cultural. La tensión entre ambos polos ha facilitado el asentamiento del programa liderado por Trump, que ya se ha asentado como republicano. No olvidemos que Trump ha perdido, pero los republicanos, salvo sorpresa de última hora, han ganado posiciones en el Capitolio.
La estrategia demócrata funcionó. Las elecciones se convirtieron en un referendo, Trump entró al trapo y, salvo que ocurra algo fuera del guion, Biden será el próximo presidente. En ese momento el peso del partido caerá sobre él, exigiéndole unas políticas que tienen poco que ver con su biografía. Será el momento en el que tendrá que enfrentarse al hecho de que su candidatura fue instrumental. Los demócratas le han utilizado para desplazar a Trump e imponer su política; la de ellos, no la suya.
Bobby Jindal, una de las figuras más interesantes del republicanismo y antiguo gobernador de Luisiana, señalaba hace unos días desde las páginas del Wall Street Journal que Biden necesitaba una mayoría republicana en el Senado como medio para contener a su propia gente. Le recomendaba presentarse como víctima de los jefes conservadores, para así poder ser él mismo, el pragmático y ducho negociador de toda la vida. Al fin y al cabo, tiene mucho más en común con sus colegas de hace años que con los jóvenes demócratas dispuestos a reconfigurar la sociedad estadounidense.
Pase lo que pase, lo único seguro es que la brecha social continuará. Porque ni fue un invento de Trump ni está en la mano de Biden cerrarla. Es el signo de los tiempos… y esto va a durar algunos años más.