Los meses de agosto y las Navidades son períodos de escasez para el periodismo. El mundo cristiano del Hemisferio Norte para casi por completo en esas fechas. Los Parlamentos están cerrados y no se reúne el Consejo de Ministros. La Liga se interrumpe, las estrellas de la tele se van de vacaciones y hasta el activismo más fastidioso respira un poco entre Navidad y Año Nuevo.
Salvo catástrofes naturales o atentados de agentes de destrucción como los terroristas, que no descansan, faltan noticias, y los telediarios han de llenarse con entrevistas estúpidas en playas o celebraciones de agraciados de la lotería.
Estas Navidades están siendo una excepción. La Unión Europea ha empezado a vacunar contra el covid. Las teles tienen vídeos de gente pinchándose para llenar la parrilla entera. Las consecuencias para el espectador son obvias: en vez de hartarse de ver colas en El Corte Inglés, nos han saturado con la vacuna.
Como en toda avalancha informativa, los periodistas se copian unos a otros para acabar diciendo todos los mismos tópicos. Unos latiguillos generalmente vacíos que por repetición se vuelven molestos. El más popular esta vez es el halago a los primeros vacunados.
Mire uno donde mire, y el otro día pasé en Movistar por todos los telexornales autonómicos, lo único que ve son enfermeras pinchando a viejos. Lo único que se escucha son voces en off, o bustos parlantes, alabando el coraje de estos ancianos que no han hecho más que obedecer al médico y dejarse poner otra inyección mil veces ensayada antes de aprobarse.
Algunos de estos jubilados disfrutan visiblemente de la atención y celebran ante las cámaras su arrojo por vacunarse. Otros, menos fanfarrones, despachan el trance con generalidades. ¿Qué más se puede decir de que te vacunen?
Este tratamiento de gesta de lo que no es más que un trámite rutinario para el vacunado es parte de un fenómeno más amplio: la obsesión de hacer creer especial a todo hijo de vecino.
Lo vimos cuando, en las carreras, las medallas pasaron de ser un reconocimiento a los mejores para convertirse en premio de consolación a los participantes. Lo vemos cuando nos felicitan por habernos quedado sentados en el sofá durante la pandemia, y en la inflación que, como resultado de todo esto, sufren conceptos como el de heroísmo.
Estas prácticas parecen bienintencionadas e inocuas, pero no tienen nada de inocentes. Convirtiéndonos a todos en héroes, dejan de recibir reconocimiento quienes de verdad lo merecen. Y nada es más fácil de dirigir y controlar que una masa de egocéntricos que se creen excepcionales sin serlo.
Esta trivialización de la virtud se ve, por ejemplo, en la forma en que los medios colonizados por la izquierda hegemónica están presentando la llegada de la vacuna.
Su obtención en tan corto tiempo es, a sus ojos, una gran victoria de todos. Una victoria que no habría sido posible sin los sacrificios que han hecho las enfermeras (se habla poco de los médicos) trabajando y la gente quedándose en casa, dejando de abrazar a los suyos o renunciando a despedir a los que sucumbieron al virus.
Esto suena muy bien, pero es mentira. La vacuna se la debemos a los investigadores y las empresas que han dado con ella, y a un Gobierno que ha apostado con inversiones por sus esfuerzos sin apropiárselos.
Ese Gobierno es el que aún dirige en los Estados Unidos Donald Trump, aunque nadie le esté dando crédito, ni al país ni al presidente, en estos días de fervor por Mamá Europa que, con nuestro dinero, nos compra vacunas.