La democracia es la paradójica respuesta política al problema del conflicto entre dos pasiones sociales del ser humano en su empeño por reducir los motivos del miedo y ampliar la esfera de la libertad. Porque el miedo nos empuja a restringir la libertad, al tiempo que la libertad nos impulsa a vencer el miedo. Al igual que la democracia, las distintas religiones y las diversas artes han tratado igualmente de disminuir el miedo y ampliar la libertad. Pero, a diferencia de la religión, cuyo reino no es de este mundo, y del arte, cuya república supone la creación de un universo alternativo, el ámbito de la democracia es terrenal, prosaico, hic et nunc.
Durante el siglo XX estuvieron a punto de triunfar las versiones de democracia que combatían el miedo con el terror, eliminando de raíz la libertad. Sin embargo, en esta primera parte del siglo XXI el principal problema no proviene del conflicto entre diversas maneras de entender la democracia, sino del mismo acabamiento del proyecto democrático. Originariamente vinculada a la polis y el ágora, a la ciudadanía basada en la isonomía y la isegoría, la democracia halló su propio límite en una forma organizativa, el plebiscito directo ateniense, incompatible con la cada vez mayor extensión demográfica y complejidad organizativa de las provincias helenas. Alejandro Magno –y más tarde Julio César en Roma– mostró la inmadurez de su época para la democracia como gobierno basado en el pueblo, y la necesidad de desarrollar un gobierno de élites sustentado en el largo plazo que no tenía que ser mejor pero sí más estable (o menos caótico).
No fue hasta la transición del siglo XVI al XVII cuando se empezaron a diseñar instituciones que habrían de devolver el poder al pueblo, pero de una manera que los griegos no podrían haber imaginado, dada la dimensión que habían alcanzado, así como su complejidad estructural, el Estado y el Mercado, Leviatán y Behemot. Con ningún otro concepto es tan importante la adjetivación como con el de democracia. Es tanta la diferencia entre la democracia directa, como la entendían los griegos, y la democracia representativa, la de nuestra partitocracia, que Aristóteles no hubiese identificado como tal nuestro sistema democrático.
No menos distancia existe entre los distintos tipos de democracia: la liberal, la orgánica y la popular. Un ingenuo occidental nacido ya en el siglo XXI que tuviera la oportunidad de realizar un viaje en el tiempo, con la posibilidad de vivir en la República Democrática de Alemania (RDA) o la República Federal de Alemania (RFA), se decantaría sin lugar a dudas por la RDA, dado el prestigio en nuestra época de lo democrático. Si, para más inri, aterrizase en Berlín, descubriría estupefacto que el muro que no le deja salir de la ciudad está construido para evitar que se pase a la RFA, un infierno capitalista pero que los masoquistas habitantes de la urbe prefieren al paraíso comunista.
Emprendamos ahora un viaje hacia el futuro. ¿Cómo es posible que sea nuestro porvenir democrático? Sin duda, el principio de que el poder reside en el pueblo seguirá siendo predominante, frente a los que creen que se basa en la divinidad, un iluminado por una fulgurante revelación o una clase social pretendidamente superior. Pero también es muy posible que el modelo representativo se vaya alejando de la tradición liberal para convertirse en una democracia tutelada por unos filantrópicos dictadores en nombre del pueblo pero sin el pueblo. La enorme complejidad de una sociedad más poblada, más rica y más envejecida hará que el instrumento tecnológico sea cada vez más fundamental.
Como en el poema de Richard Brautigan “Todos cuidados por máquinas de amorosa gracia”, cabe la tentación de entregar la capacidad legislativa a una tecnología democrática que, de manera análoga a un piloto automático en un avión, sea capaz de gestionar los asuntos públicos de manera autónoma mediante un sistema constitucional que utilice los datos económicos y sociales básicos para realizar las correcciones pertinentes de rumbo. Una sociedad política robótica es posible que contase con el beneplácito generalizado en cuanto consiguiera mayores niveles de bienestar. De hecho, ya uno de cada cuatro europeos confía más en los robots que en los políticos, según el informe Percepciones europeas sobre la tecnología 2019 elaborado por IE Universidad (en Holanda, casi un 50%).
Un Gobierno de emulaciones cerebrales (“ems”, como las denomina Robin Hanson en The Age of Em: Work, Love, and Life when Robots Rule the Earth) sería la versión informática de la distopía defendida por Peter Sloterdijk en su ensayo Reglas para un parque humano. Pero dicho carácter distópico no sería mucho mayor que el que tendría nuestra actual democracia liberal para los defensores de la monarquía absolutista en el siglo XVII. Del mismo modo que se está produciendo una rápida sustitución de los humanos por robots en los niveles más básicos de la organización económica, en los estratos más altos de la clase política cabría diferenciar entre una cámara humana, con objetivos sobre el corto plazo, y otra basada en la Inteligencia Artificial, ocupada de las tendencias políticas en el largo plazo: del cambio climático al sistema de pensiones, pasando por todas aquellas políticas que implican tener en cuenta también a las futuras generaciones.
Pero un Gobierno democrático subido a hombros de gigantes tecnológicos debe evitar la tentación de la dictadura robótica. El paso a un Gobierno sustentando en máquinas de amorosa gracia sería un progreso en el desarrollo de la democracia únicamente si no se pierde de vista en ningún momento que la tecnología debe ser siempre sierva, nunca una moda ni mucho menos un imperativo dogmático. De manera que se convirtiese el espacio de la razón en el tiempo del cálculo, transformando la era de lo humano, siempre imprevisible, en la época de la máquina, en la que el precio de eliminar completamente el miedo fuese terminar absolutamente con la libertad.