¿Recuerdan ustedes a Colin Powell, el general que ejerciera de secretario de Estado con George Bush II? Fue el principal artífice del engaño mundial sobre unas armas de destrucción masiva que sirvieron de casus belli para desatar la guerra contra Sadam Huseín en 2003. Sobre dichas armas Powell declaró ante el Consejo de Seguridad de la ONU: “Cada afirmación que estoy haciendo hoy está basada en fuentes sólidas. No son aseveraciones. Lo que les estoy mostrando son hechos y conclusiones basadas en informaciones sólidas”. Llegó a presentar cápsulas de ántrax y, a la pregunta sobre si Irak había desarrollado un programa de armas nucleares, respondió: “No me cabe la menor duda”. Por cierto, otra figura destacada de la política estadounidense que también supo en aquel momento que lo de las armas de destrucción masiva era mentira fue la entonces miembro del Comité de Inteligencia y dirigente demócrata Nancy Pelosi, como no ha tenido inconveniente en declarar en numerosas ocasiones.
Uno de los engañados, a pesar de las informaciones contrarias que recibió insistentemente desde el CNI y otras fuentes militares españolas, fue un José María Aznar que dejaría para la historia contundentes palabras sobre aquel grave asunto: “Pueden estar seguras todas las personas que nos ven de que les estoy diciendo la verdad: el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”. Cuatro años más tarde admitiría sin sonrojo:
Todo el mundo pensaba que en Irak había armas de destrucción masiva. Y no las había. Eso lo sabe todo el mundo, y también yo lo sé, ahora.
Aquella guerra se cobró las vidas de varias decenas de miles de soldados (37.344 iraquíes y 25.069 aliados, de los cuales 4.507 estadounidenses) y las de varios cientos de miles de civiles. Su principal consecuencia política, además del derrocamiento y muerte de Sadam, fue la desestabilización de la zona más explosiva del planeta. Y todo por unas armas de destrucción masiva que nunca existieron.
Dada la convicción de los estadounidenses de que ellos defienden siempre la paz, la verdad y la justicia, en su no muy larga historia como nación se han destacado por el afán de presentar en toda ocasión una agresión previa que justifique su intervención, siempre defensiva. La inexistente voladura del Maine por los españoles, que provocaría la Guerra hispano-estadounidense de 1898, y el inexistente ataque del Golfo de Tonkin en 1964, que provocaría la Guerra de Vietnam, son quizá los casos más notorios, aunque no los únicos. No hará falta insistir sobre las irreversibles consecuencias políticas y humanas de aquellas dos mentiras.
También en tiempos más recientes hemos sido testigos de no pocas mentiras, equitativamente repartidas entre demócratas y republicanos. En 1990, por ejemplo, durante los meses previos al estallido de la Primera Guerra del Golfo, comenzaron a difundirse noticias sobre atrocidades iraquíes contra la población civil. Lo que más impacto causó en todo el mundo fue que los soldados de Sadam Huseín habían desenchufado las incubadoras de los hospitales kuwaitíes, matando así a numerosos bebés prematuros. El asunto lo explicó el presidente Bush I en sus discursos, se debatió en la ONU y fue confirmado por Amnistía Internacional. Muchas resistencias a la intervención bélica fueron vencidas. Algunos meses después, acabada la guerra, se conocía que todo había sido una noticia falsa creada por la agencia publicitaria Hill & Knowlton por encargo del Gobierno estadounidense.
Para impedir el debate limpio, libre y abierto sobre hechos, los amos de la información han decretado un amordazamiento planetario sin precedentes.
Nueve años más tarde se desataría el conflicto entre serbios y albano-kosovares que provocó la intervención de la OTAN, esta vez bajo el mando del demócrata Bill Clinton, y que concluyó con la secesión de Kosovo. Los medios de comunicación de todo el mundo informaron sobre las atrocidades que los serbios estaban cometiendo contra los civiles kosovares. Se anunciaron cientos de miles de muertos, cerca de medio millón. Según acabó la guerra empezaron a conocerse datos provenientes de agencias estadounidenses, medios de comunicación, expertos forenses de los países aliados y la Comisión de Inteligencia del Congreso norteamericano. El Financial Times informó de que, de los cientos de miles que se habían anunciado, el FBI, tras varios meses de trabajo en el terreno, regresaba a casa habiendo encontrado doscientos cadáveres y ni una sola fosa común. Equipos franceses y españoles también regresaron tras encontrar o nada o una ínfima cantidad de lo anunciado. Un año más tarde, los equipos de forenses del Tribunal Penal Internacional de la Haya fijaron el número de cadáveres descubiertos entre dos y tres mil. Para la cifra más baja de las que había utilizado, cien mil, el Gobierno de Clinton había multiplicado por treinta el número real de víctimas.
Pero, regresando a Colin Powell, el que, mediante sus mentiras sobre armas de destrucción masiva, desató una guerra que provocó cientos de miles de muertos y agravó para siempre el caos de Oriente Medio, ha declarado hace unos días a la CNN que ya no se considera republicano y que condena las mentiras de Trump. Y ha manifestado su esperanza en que, a partir de su salida de la Casa Blanca, imperarán en USA personas “que digan la verdad” y que “argumenten basándose en hechos”.
Pues precisamente en eso, en hechos, en esos hechos a los que Powell no prestó atención al precio de la vida de cientos de miles de personas, se ha basado la argumentación de Trump sobre el presunto fraude electoral. Él y sus colaboradores llevan dos meses presentando cientos de datos, declaraciones juradas e imágenes sobre la cuestión. Y el debate que debiera haberse celebrado sobre dichos hechos, para dilucidar si son relevantes o no, ha sido sepultado por la irrupción en el Capitolio de un idiota disfrazado de bisonte.
Y para impedir el debate limpio, libre y abierto sobre hechos, los amos de la información han decretado, por encima de gobiernos, parlamentos y soberanías, un amordazamiento planetario sin precedentes. Malos, muy malos tiempos para la verdad y la justicia.
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