Nos hemos metido solos en la boca del lobo
Google, Amazon y la triada de Zuckerberg, Facebook, Instagram y Whatsapp eran a mis ojos benefactores sin tacha de la Humanidad.
Hace unos meses, Cayetana Álvarez de Toledo utilizó una fórmula muy eficaz para describir las condiciones en que se desarrolla el debate público en España. “Un tablero inclinado” en el que “la izquierda y los nacionalistas siempre juegan con ventaja”. Los medios de comunicación durante décadas y las redes sociales durante años han sido los grandes inclinadores de este tablero.
El diagnóstico de Cayetana era certero y servía para todo Occidente hace unos meses. Pero se ha quedado desfasado, a juzgar por los últimos movimientos de los gigantes tecnológicos contra Trump. Al igual que los medios, plataformas como Twitter, Facebook, YouTube y Amazon llevan mucho tiempo aplicando una doble vara de medir escandalosa entre sus usuarios de izquierda y los de derecha. Ahora van más allá. Ya no se conforman con eso y han empezado a expulsar del tablero a quien no comulgue con los dogmas de la corrección política.
La arbitrariedad del bloqueo a Trump en las redes sociales es evidente si se hacen estas comparaciones. Por un lado, quienes le han suspendido la cuenta siguen dando voz sin la menor limitación a regímenes y dictadores que además de perpetrar genocidios y ejecuciones sumarias utilizan Facebook y Twitter para justificarlas.
Si nos quedamos en Estados Unidos, el bloqueo a Trump es manifiestamente injusto viniendo de unas empresas que han apoyado movimientos tan dañinos para la convivencia como la toma del Capitolio cuando los protagonizaban Antifa o el Black Lives Matter, que, por supuesto, continúan activos y sin restricciones en esas redes sociales.
Esta ofensiva sin precedentes recientes contra la libertad no afecta solo a Estados Unidos. Lo saben bien, por citar a dos de sus víctimas en España, el tuitero Alvise Pérez, mil veces suspendido por revelar informaciones incómodas para el Gobierno de Sánchez, o la gente del programa Estado de Alarma, que hasta ahora emitía en YouTube y cuyo canal acaba de ser cerrado –por sexta vez–, ahora por sus opiniones sobre los menas.
Como todas las cruzadas, esta ofensiva se lleva a cabo en nombre de valores y causas superiores e innegociables. Hasta hace poco, la censura de las grandes tecnológicas se fundamentaba en la necesidad de luchar contra el cambio climático y a favor de la igualdad, sobre todo mediante la protección de algunas minorías y grupos vulnerables ante el flagelo del llamado “discurso del odio”.
La pandemia amplió la gama de justificaciones a la salud pública. La pérdida del poder de Trump añade la paz social y la estabilidad institucional a los bienes sacrosantos cuya promoción y defensa recomiendan dar manos libres al censor. Esto último lo llevamos viendo desde hace tiempo en España, donde la protesta era un derecho ilimitado cuando gobernaba la derecha y es sinónimo de golpismo cuando mandan los antiguos escrachistas.
Más allá de las lecturas políticas, lo que ha desencadenado la censura de las tecnológicas a Trump revela una realidad que debería preocuparnos a todos. Como empresas privadas, las tecnológicas tienen derecho a aplicar las políticas que crean convenientes. Pero ¿qué pasa cuando un puñado de empresas alineadas en sus intereses e inclinaciones ideológicas controlan la práctica totalidad del espacio digital y se ponen de acuerdo para eliminar lo que no les gusta?
Lo que pasa lo estamos viendo en el boicot mafioso que está sufriendo Parler, la red social a la que cientos de miles, quizá millones de usuarios de Twitter de todo el mundo, nos hemos mudado para repudiar el bloqueo de Twitter a Trump.
Lo que estamos viendo me ha hecho rememorar el entusiasmo y la falta de prevención con que, como muchísima otra gente, abracé en su día la promesa de libertad, comodidad y facilidades sin límite que nos ofrecían las tecnológicas.
Nada más empezar a crecer como alternativa a Twitter, Google y Apple excluyeron a Parler de las aplicaciones que permiten descargar. La excusa, que Parler actúa de una manera irresponsable que puede traducirse en nuevos ataques a la democracia como el del Capitolio al no censurar como Twitter a quienes piensan como Trump.
Dado que el goteo hacia Parler no se detuvo, Amazon se unió al asedio negando a esta red social emergente que siguiera utilizando sus servidores. Como consecuencia de ello, Parler no funciona desde este lunes, y no volverá a estar disponible hasta que encuentre, si es que los encuentra, otros servidores capaces de sostener el volumen que está consiguiendo.
Lo que estamos viendo me ha hecho rememorar el entusiasmo y la falta de prevención con que, como muchísima otra gente, abracé en su día la promesa de libertad, comodidad y facilidades sin límite que nos ofrecían las tecnológicas. Aún recuerdo cómo, cuando tenía veinte años, dejé mi cuenta de Yahoo para abrirme un correo en Gmail.
Ser de Gmail no solo te ofrecía un correo mejor hecho y con más servicios. Te hacía socio de un club de gente más inteligente, más práctica, con un sentido de la estética superior a quienes seguían utilizando otros proveedores con menos glamour. Esto mismo pasaría años después con Apple, cuyo negocio tiene como piedra angular hacer sentir parte de una élite a sus clientes.
Con el tiempo, todas estas empresas fueron ofreciendo más servicios –Google Maps, su servicio de agenda, el de reuniones online…– y coaligándose unas con otras para multiplicar su influencia en nuestras vidas, haciéndonoslas siempre más fáciles. Desde lo que yo despreciaba con superioridad como periferia chabacana del espectro político se advertía de los riesgos de entregar a unas pocas empresas tanto poder. Tonterías de gente inadaptada.
Google, Amazon y la triada de Zuckerberg, Facebook, Instagram y Whatsapp eran a mis ojos benefactores sin tacha de la Humanidad, ante los que solo un reaccionario o un conspiranoico podía presentar objeciones.
Y así llegó este sábado, 9 de enero, cuando me desperté ante una aterradora realidad ya innegable: todas mis comunicaciones, todas nuestras comunicaciones, están en manos de un puñado de personas que me censurarían por lo que pienso si mi voz tuviera relevancia.
Por lo pronto, siguiendo el ejemplo de mucha otra gente que quiere ayudar a construir alternativas o forzar a rectificar a Twitter, me he abierto cuentas en Parler, adonde volveré cuando regrese, y en Gab, otra red social que no censura. Sigo en Facebook y Gmail por razones sociales y de trabajo, pero ya tengo un correo en Protonmail que iré convirtiendo con el tiempo en mi primera opción de comunicación.
También estoy procurando abandonar Google Chrome como navegador en favor de Brave y renunciar a Google como navegador predeterminado, para lo que ya estoy usando Duck Duck Go. Y a partir de ahora intentaré depender menos de Whastapp en favor de plataformas más amigas de la libertad como Telegram o Signal, la aplicación de mensajería recomendada por Elon Musk ante el nuevo asalto a la privacidad que prepara Zuckerberg.
Sea por inocencia propia, o por las ardides con que nos han tendido la trampa los hoy censores, nos hemos metido solos en la boca del lobo. Es hora de salir antes de que nos engulla.
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