Incluso después de derrotado, Trump sigue dando guerra. En Estados Unidos y también fuera, donde está generando una batalla sobre su legado político y, a partir de ahí, acerca del futuro de la derecha. Para los demócratas y progresistas norteamericanos, la situación se ha despejado: lo que no consiguieron en los últimos cuatro años, Trump se lo ha ofrecido en bandeja desde las elecciones. Ahora pueden desplegar la infinita buena conciencia en la que habitan, con argumentos irrefutables, además, como el asalto al Congreso y la arenga subversiva previa desde la Casa Blanca. Es el momento de triunfo. La euforia bajará de tono si Biden aspira en serio, como ha repetido una y otra vez, a reducir el grado de tensión en la sociedad norteamericana.
Por el lado conservador se presenta un panorama muy diferente. El Partido Republicano está dividido y en ruinas, como era de esperar tras la tormenta Trump, y la corriente populista anda descabezada. Contra toda expectativa, Trump la llevó a la Casa Blanca. También la abandonó, ya durante la pandemia, así como abrió paso al éxito demócrata, primero en noviembre y luego en las elecciones de Georgia.
Desde la derrota de McCain, la derecha moderada había sido incapaz de proponer a la ciudadanía norteamericana un proyecto ganador. Como los demócratas y los progresistas, también encuentra su revancha en la derrota de Trump. Otro tanto ocurre en países como el nuestro, donde la caída de Trump, que suscita tantas pasiones como en Estados Unidos, da pie para reivindicar la recuperación un conservadurismo integrado, civilizado, cada vez más nostálgico de aquel momento de equilibrio imperfecto, también se podía llamar precario, que se suele llamar bipartidismo.
Se diría por tanto que el centro-derecha, tanto en Estados Unidos como en nuestro país, se dispone a entrar en un modo nostálgico: unos, los integrados, de un momento previo al surgimiento del populismo; los otros, los populistas (apocalípticos, si se quiere), del momento de gloria vivido con Trump.
Convendría evitar ambas tentaciones. El centro-derecha no podrá ser el mismo después de lo ocurrido, que a su vez es consecuencia, en parte al menos, de las ofensivas de transformación e ingeniería cultural que se vienen desarrollando aquí y allí. No son las mismas, ni tratan los mismos asuntos, pero coinciden en muchos otros y alcanzan una virulencia similar. En ambos casos, además, encuentra una circunstancia política parecida, como es la dependencia de la izquierda centrada del populismo woke. Obama y Rodríguez Zapatero sí que se acoplaron en su conjunción planetaria. Y ha dado lugar a una copiosa descendencia.
La derecha populista, por su parte, tendrá que librarse del fantasma de Trump. En primer lugar, de sus modales y sus salidas de tono, aunque estos responden a la tradición popular de la democracia norteamericana y han servido, además, para despejar la sensación de que se estaba en el lado condenado de la Historia. Sobre todo, tendrá que dejar atrás lo que ha aparecido, en el episodio del Capitolio, como un asalto al funcionamiento y a las bases de la democracia liberal.
Dejar atrás a Trump supondrá por tanto, para la derecha integrada, acabar con el sueño irrealizable de la restauración del monopolio de la representación política. Para los otros, significará la voluntad de renovar la democracia representativa desde dentro, aceptando lo que es un horizonte imposible de traspasar a menos que se esté dispuesto a permanecer en los márgenes o sobrevivir en lo puramente testimonial. No hay democracia liberal que aguante una política de activismo perpetuo. La seguridad que le infundió Trump, legítima en sus fines pero tóxica en sus medios, habrá de ser continuada y rehecha por otros medios. Así, que… Bye Bye, Mr. Trump!