Los poetas del mal
Hay poetas que son como las flores del mal de Baudelaire, muy bellas pero de olor fétido.
Con los poetas pasa como las salchichas, mejor no investigar mucho en su proceso de producción ni en los avatares de su vida íntima. También sucede con los poetas como con los asesinos en serie: resultan fascinantes en los documentales pero en las distancias cortas pierden mucho. O no, pero suelen resultar tan peligrosos como Charles Manson o el Arropiero. En el mejor de los casos te piden dinero, como era fama con Pedro Luis de Gálvez, que hasta escribió un manual al respecto, Arte y modos de sablear; en el peor, te pegan un par de tiros, al inimitable estilo de Rimbaud. Aunque siempre hay quien les ríe las gracias: si unos albañiles están todo el día borrachos se les toma como unos degenerados embrutecidos; pero si se trata de poetas, entonces son unos rebeldes contra el orden establecido y la moral burguesa a mayor gloria de Dionisos. Y es que hay poetas que son como las flores del mal de Baudelaire, muy bellas pero de olor fétido. Un cínico diría que el único poeta bueno es el poeta anónimo o con orden de alejamiento.
A propósito de un homenaje organizado por el Instituto Cervantes a Jaime Gil de Biedma se ha producido una trifulca-debate en la que han intervenido Luis García Montero, director del Cervantes, Andrés Trapiello y Arcadi Espada, entre otros. Gil de Biedma, poeta consagrado, suele ser presentado como un mártir laico por su condición de homosexual e izquierdista durante el régimen dictatorial de Franco (se produce la paradoja de que la mayor humillación que recibió el poeta por su orientación sexual provino del Partido Comunista, que no le dejó ingresar en el mismo porque Lenin había escrito en una carta de 1895 que los homosexuales no son de fiar). Se silencia en dichas crónicas laudatorias que Jaime Gil de Biedma fue un confeso pederasta que visitaba prostíbulos de niños, a los que además despreciaba y humillaba (sus admiradores tienen la habilidad y la audacia de convertir el relato en cuestión, publicado en sus memorias, en un “testimonio honesto”; o torean la cuestión afirmando que no hay que confundir a la persona con el personaje en sus poemas... ¡o en su biografía! Luego dicen que la posverdad es un invento de Trump).
Supongamos que se anuncia una charla literaria con este título: Fulanito de tal, eximio poeta, sublimes versos con fuerte compromiso social (algo pederasta). Habría quien iría porque estuviera muy interesado en la poesía e hiciera caso omiso de la vida íntima de Fulano. Sin embargo, también habría quien consideraría indisociable el individuo de todas y cada de sus facetas, y que en el espacio público y pagado con el dinero de todos mejor mirar hacia otro lado. Como se suele decir, un poco de contención que hay niños delante.
Hay que desacralizar el arte y a los artistas, asumiendo que el arte no es salvífico ni superior moralmente.
Gil de Biedma abandonó la poesía, en plan Rimbaud, porque se dio cuenta de que en ella no encontraría lo que pensaba que hallaría, que era puro engaño. El mejor poeta catalán de la posguerra civil, mal que les pese a los nacionalistas catalanes porque escribía en español, tenía como tema casi único la crisis del final de la juventud, la identidad apolínea que desaparece cuando empiezas a tener menos pelo y más barriga. Gil de Biedma decía de sí mismo que era mitad Calibán y mitad Narciso, pero nuestro Oscar Wilde de las Ramblas no soportó terminar verse reflejado en los espejos como 100% Calibán, sin rastro del efebo al que le dolía la cara de ser tan guapo, tan listo y tan dandy. Tampoco los poemas que había escrito le servían para estimarse a sí mismo. Perdió la fe en la poesía como “actividad que ayuda a construirse y a llegar a ser”. El buen poeta asumió con entereza, al menos de cara a la galería, que había una contradicción insalvable entre su persona y su arte, así que abandonó la poesía y se dedicó con profesionalidad a su trabajo de oficina y sus placeres de mancebía.
Jaime Gil de Biedma pertenece a la larga lista de escritores que son como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, sublimes de día, tenebrosos de noche. Desde François Villón, asesino y ladrón, a Pablo Neruda, violador, padre brutal y lameculos en rima de dictadores, pasando por Quevedo, antisemita obsesivo, Ezra Pound, fascista y él también antisemita, o José Bergamín, que lo mismo le poetizaba como los ángeles a Cristo que vomitaba como un borracho gritos de exaltación a los etarras.
Aunque la discusión ha quedado centrada en si hay que hacer o no homenajes y rendir pleitesía a gente sospechosa, como Céline por nazi o Gil de Biedma por pederasta, realmente pienso que lo que hay que hacer es eliminar todo tipo de homenajes, ya sea a diablos o a santos artísticos. Del mismo modo que no se hacen homenajes públicos a fontaneros o a camareros por realizar bien su trabajo, ¿por qué interesarnos por las batallitas político-sexuales de alguien que es bueno organizando palabras?
La clave está en cómo hemos convertido las prácticas artísticas en Arte con mayúscula, una especie de religión con su santoral profano y su secularización de conceptos teológicos. Según Carl Schmitt, esta es la característica oculta de la Modernidad, sobre todo en el terreno político, en el que conceptos como soberano y ley no son más que el travestimiento de teorías y prácticas medievales con ropajes contemporáneos, de modo que, para entendernos, Savonarola se ha convertido en Lenin y Torquemada en Stalin (con la distancia que queramos y pidiendo perdón de antemano al italiano y al español).
En el plano estético, pintar un cuadro o escribir un poema se han convertido en el equivalente de rezar una oración. Los artistas son los nuevos santos, y también cuentan con su corte de beatas, a las que llaman “groupies”. Los museos son los nuevos templos y las firmas de libros, la nueva búsqueda de reliquias. Los admiradores van a las presentaciones literarias y el público contempla a Javier Marías o a Coetzee como si fuesen profetas del Antiguo Testamento (como entonces, los mensajes apocalípticos gozan de mayor fervor). Hay que desacralizar el arte y a los artistas, asumiendo que el arte no es salvífico ni superior moralmente, y que una actividad como la poesía es tan prosaica como la carpintería. De esta manera, paradójicamente, seremos más capaces de valorar los textos literarios por sus intrínsecas cualidades estéticas y no por las políticas, morales o religiosas de quienes los perpetran.
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