La Ley Trans ha desatado una guerra civil dentro del feminismo. Se habla mucho de la crisis de la masculinidad, pero las reacciones a la ley Trans manifiestan que lo que está en crisis es la femineidad. Desde que Beauvoir dijese que las mujeres no nacen sino que se hacen, y Wittig que las lesbianas no son mujeres, el concepto mujer es discutible/do.
¿La mujer nace, se hace o, directamente, no existe? Mientras discutían sobre la pertinencia de la huelga feminista del 8-M, Ana Rosa Quintana trató de callar a Arcadi Espada, que disentía del resto de la mesa de tertulianos, con un argumento casi irrefutable: “Yo soy mujer y tú, no”. En ese momento, Espada podría haberse autodeterminado con perspectiva de género y haberse manifestado como mujer, callando la boca a Quintana y, parafraseando a Carmen Calvo, proclamar con su voz grave pero aterciopelada: “El feminismo es de todas, bonita”.
El momento en el que Ana Rosa Quintana pretendió ganar el debate no por tener razón sino por ser mujer significó más que su humillación intelectual: una derrota para el feminismo hegemónico, que ha encerrado a muchísimas mujeres en una esfera particularista, victimista y sentimental, incapaces de alcanzar el concepto, perdidas en la laberinto de una alteridad vaporosa, mareadas en el vaivén de las olas feministas y la condescendencia de las cuotas y la discriminación positiva. Han ganado las subvenciones económicas pero a cambio se les ha perdido el respeto intelectual. Por supuesto, Espada no se rebajó, ni siquiera irónicamente, a declararse gender fluid. Y hay mujeres como Susan Sarandon que siguen reivindicando votar con su mente sin género pero con opiniones políticas en lugar de con la vagina.
Tradicionalmente, el dimorfismo sexual de la especie humana, como en los demás primates, se establece principalmente por cuestiones biológicas como la genética o la estructura hormonal, lo cual se traduce en fenotipos sutilmente diferentes que en ocasiones son cualquier cosa menos tenues, como nos mostró José Ribera en su retrato de Magdalena Ventura, la mujer barbuda que era más hirsuta que su marido. Incluso contando con casos límites como la intersexualidad (con rasgos genitales de ambos sexos en diferente proporción) o el síndrome de Klinefelter (con una composición cromosómica XXY), el dimorfismo sexual de la especie se consideraba una cuestión referencialmente biológica modificada por sentidos culturales: el modo de ser mujer no era igual en la muy igualitaria y militar Esparta que en la misógina y hedonista Atenas, pero la referencia era idéntica.
El modelo que combinaba lo biológico con lo cultural se puso en cuestión con la filosófica idea de los empiristas en el siglo XVII, según la cual los seres humanos cuando nacen son como una página en blanco en la que la sociedad escribe todas sus características. Como diría más tarde Sartre, el ser humano no tiene esencia sino existencia. Tampoco habría esencia sexual, ni de identidad ni de orientación, que, para borrar cualquier condicionamiento biológico, pasó a denominarse género y sería cuestión de sentimiento y elección personal. Este empirismo epistemológico se transformó en los años sesenta del siglo pasado en feminismo postmoderno. La filósofa radical Monique Wittig escribió un impactante ensayo, El pensamiento heterosexual, que terminaba con una frase explosiva: “Las lesbianas no son mujeres”.
Así empezó la tercera ola del feminismo, con una guerra civil entre las nuevas lesbofeministas y las demás defensoras de los derechos de las mujeres, que sostienen que luchar por la liberación y la igualdad de las mujeres exige creer que hay mujeres en sentido nativo, por lo que el hecho de ser mujer no puede ser decidido de manera arbitraria, sino que debe estar enraizado en un fundamento biológico, una combinación de cerebro peculiar, hormonas distintivas y genes diferenciados. Todos somos humanos, ninguno más que otro pero cada uno diferente a los demás. Virginia Woolf había reivindicado una habitación propia para poder desarrollarse como persona, artista y mujer, pero ahora se ve que la habitación, las competiciones deportivas y los aseos se les podrían llenar de hombres reivindicado ser mujeres. Y vuelta a empezar. Si las palabras pueden significar cualquier cosa y los seres humanos pueden ser arbitrariamente lo que quieran, se defiende desde el feminismo crítico del género, no se amplían los horizontes de la humanidad sino que nos arrojamos al agujero negro del nihilismo y la anomia.
El negacionismo del sexo y la biología afecta fundamentalmente a las mujeres. Mientras que apenas hay hombres que nieguen la cualidad de hombres de los trans, como sí sucede en el ámbito femenino con las mujeres trans. Y es que se teme por parte de un sector importante del feminismo que esta nueva ola no sea sino una resaca que destruya las conquistas feministas realizadas hasta la fecha. Es por ello que feministas clásicas como Lidia Falcón y Amelia Valcárcel han protestado contra esta difuminación de las mujeres como sujeto antropológico, político y jurídico. Su representante más famosa es J. K. Rowling, que ha visto cómo sus libros sobre Harry Potter han sido propuestos para ser quemados en la hoguera mediático-progresista, y ella misma ha sido tachada de feminazi, TERF, puta, bruja. Rowling se opone a la marea de la negación del sexo por parte del feminismo más radical.
Si el sexo no es real, no hay atracción hacia un mismo sexo. Si el sexo no es real, la realidad de las mujeres de forma global se elimina. Conozco y quiero a personas trans, pero borrar el concepto de sexo elimina la capacidad de muchas para discutir sus vidas de manera significativa. Decir la verdad no es odio.
Pero Wittig había comenzado una guerra de exterminio contra los conceptos de hombre y mujer (y viceversa).
Una lesbiana debe ser cualquier otra cosa, una no-mujer, un no-hombre, un producto de la sociedad y no de la naturaleza, porque no hay naturaleza en la sociedad.
En sintonía con el adanismo (¿o deberíamos decir evismo?) de Wittig, otra feminista radical, Kate Millett, propuso que en el ser humano existe una “identidad genérica esencial”. En el fondo late la transferencia marxista desde el concepto de clase al de género, de modo que si en el paraíso marxista habría una sola clase, una vez que las demás hubiesen sido asimiladas o exterminadas, en el paraíso del feminista de izquierdas sólo habría un género, un ser social gaseoso en el que las categorías tradicionales han sido dinamitadas. Si en el universo marxista los burgueses llevaban todas las de perder, destinados a campos de reeducación o gulags, para el Ministerio de Igualdad y sus gurús la nueva masculinidad exige la extinción de la vieja masculinidad, y considera que decir “soy heterosexual” es decir una mentira. Esta eliminación de las diferencias tuvo su primer borrador en la moda maoísta unisex que obligaba a hombres y a mujeres a vestir iguales. El unigenerismo defiende que no se pueden establecer diferencias tampoco en la ropa, por lo que en una distopía cada vez más cercana se prohibirá a El Corte Inglés que haya una planta destinada a la moda de caballeros y otra a la de señoras, una separación que sin duda ofende y estigmatiza a alguien.
En el terreno científico, la ideología postmoderna de Wittig y Millet la aplicó el médico John Money, que, llevado por el mainstream de los expertos de la época, trató de convertir artificialmente a un niño en una niña, como experimento para confirmar la tesis de que también en cuanto al sexo podemos condicionar a los individuos para que se comporten como un constructo social. El experimento, sin embargo, terminó mal y David Reimer, que así se llamaba el niño, terminó con graves problemas psicológicos, y finalmente se suicidó. Mientras la vida de David Reimer se dirigía a la tragedia, el falaz y terrible experimento de Reimer se usó para justificar cirugías de reasignación.
El borrador de la Ley Trans propuesto por Irene Montero se basa en el concepto de autodeterminación de género, según el cual la identidad de género es la "vivencia interna e individual del género tal y como cada persona la siente y autodefine", sin requerir de un informe médico o psicológico previo. El caso es que incluso para cambiar de nombre, no digamos ya cambiar de nacionalidad, hace falta cumplir unos criterios que evitan no sólo la arbitrariedad sino que también tienen en cuenta el orden social, con todo lo que ello implica de derechos y deberes. Por ejemplo, para cambiar de nombre
no se admiten los que hagan confusa la identificación (por ejemplo, un apellido convertido en nombre) ni los induzcan en su conjunto a error sobre el sexo.
No existe una autodeterminación automática y sin condiciones del nombre y de la nacionalidad, por lo que pretender que autodeterminar el género significa una despatologización no sólo es absurdo (la asistencia médica no es sinónimo automático de enfermedad; de hecho, se debería alentar la asesoría psicológica, psiquiátrica y neurológica como una forma de ilustración general y prevención de enfermedades), sino que supone un menoscabo del derecho a la integridad física y psicológica de las personas, ya que el asesoramiento de un equipo de médicos y psicólogos garantiza la idoneidad de un tratamiento hormonal o quirúrgico.
Cambiar de sexo hormonal y de género cultural no tiene obviamente la misma categoría antropológica que un tatuaje, por lo que cabe extremar el siempre necesario en medicina principio de prudencia. En lo que somos hay condicionantes biológicos y culturales que nos pueden afectar para bien y para mal. Lo que nos muestra el caso de David Reimer, masacrado médicamente por el experto doctor John Money en aras de la moda científica y el desvarío filosófico, es que, dado el estado actual de ignorancia científica sobre cómo nuestro cerebro procesa nuestra identidad y orientación sexual, así como la deriva ideológica que empuja a los políticos a sacrificar a la población para seguir sus ocurrencias (en este caso, de género), lo que necesitamos es tomarnos en serio la salud de los adolescentes ayudándolos para que efectivamente descubran lo que realmente son con la colaboración de equipos médicos y psicológicos plurales, públicos y transparentes que no sean acosados por las sectas abonadas al escrache y el cancelamiento de aquellos que no comparten sus mitos, prejuicios y dogmas.