¡Es el totalitarismo, idiotas!
Los catalanes llevan cuatro décadas demostrando su talento para elegir la más maloliente mierda totalitaria.
¡Qué aburrida, la farsa catalana! ¡Un siglo largo –especialmente las últimas cuatro décadas– con las mismas cursiladas, las mismas mentiras y las mismas violencias! Tan aburrida como la farsa madrileña: el mismo tiempo de ignorancia, mezquindad y cobardía.
Y los análisis electorales, ¡siempre los mismos! Que si ha subido este porcentaje, que si ha bajado aquel otro, que si por provincias ha variado tal cosa, que si por edades tal otra, que si la lluvia, que si el virus, que si la abstención y mil supersticiones aritméticas más. Pero todo se resume en aquello que Maurice Maeterlinck advirtió hace un siglo:
Para las cosas de la política, las masas tienen nariz de perro. Su talento es casi infalible para elegir siempre los peores olores.
Efectivamente, los catalanes llevan cuatro décadas demostrando su talento para elegir la más maloliente mierda totalitaria. Por eso están las cosas como están, tanto en Cataluña como en toda España. Y mientras tanto, la mayoría de los políticos se obstinan en atender sólo a las encuestas. Y la mayoría de los opinadores se obstinan en saturarse de una actualidad inmediata que les impide contemplar las cosas con la suficiente perspectiva.
Como es lógico, con diagnósticos miopes sólo pueden llegar recetas miopes. Una de las más repetidas es que el problema separatista catalán –y el vasco, claro– se resuelve modificando la ley electoral, como si un reparto electoral distinto fuese a eliminar la hegemonía social del separatismo. Otra es confiar en que un Gobierno futuro no pacte con ellos, como si eso no fuese más que poner sobre la herida una tirita que no tardará en envejecer y desprenderse. Una especialmente tonta es confiar en que el tiempo arreglará las cosas, cuando lo único que hacen las cosas podridas con el paso del tiempo es pudrirse más. Otra muy exitosa en los últimos años ha sido pontificar que cuando los catalanes empiecen a ver que el dinero les flojea, se bajarán inmediatamente del burro separatista, como si no se hubiera demostrado suficientemente que a millones de catalanes les importa mucho menos lo nutrido de su billetero que satisfacer su ansia patriótica de tirar el carné de identidad español a la basura. También está lo de que ya vendrá la Unión Europea en ayuda de España, pensamiento mágico de singular idiotez y, gracias a Dios, ya desmentido mil veces.
Mención aparte merece la candidez, tan común entre quienes confunden lo jurídico con lo político, de que la secesión es imposible porque la Constitución la prohíbe al proclamar que la soberanía nacional reside en todos los españoles sin distinción regional que valga, como si las constituciones no fueran ni perecederas, ni modificables ni derogables. Pero con la presión social suficiente, cualquier constitución, de cualquier país y época, acaba saltando por los aires, por las buenas o por las malas.
Desmóntense los regímenes totalitarios vasco y catalán, garantícese el imperio de la ley, ábranse las ventanas de la libertad, y ya verán lo que tardan los separatismos en desvanecerse barridos por el viento.
Todos estos conjuros de bruja olvidan que el mal de España –sí, el de España, no el de Cataluña– es estructural. Y lo es desde que se aprobó la Constitución de 1978, con ese suicida título VIII que promueve y garantiza el desguazamiento de España. El alienígena que va a acabar con España lo lleva España a bordo: su Constitución. Y antes de explicarlo, respondamos por adelantado a quienes protesten con el gastadísimo argumento de que el problema no es la Constitución sino su inaplicación. Porque entonces, ¿no habría que plantearse la ilegalización de los dos partidos que se han sentado en la Moncloa durante cuarenta años para no aplicar la Constitución?
Ya desde el absurdo término nacionalidades clama al cielo la inutilidad de unos padrastros constitucionales vírgenes de conocimiento, empezando por aquel duque de sí mismo que con tanto orgullo presumía de su analfabetismo. Aquellos padrastros, hoy tan idolatrados, se tragaron hasta el fondo el timo de que España está abocada a un sistema sumamente descentralizado porque, a diferencia de los demás países europeos, se caracteriza por su gran variedad lingüística y cultural, como si los demás no fueran igualmente variados, y en muchos casos mucho más. Y el timo de que los reinos medievales exigen su reflejo en la estructura territorial de hoy, como si los demás países europeos no hubieran transitado por fases históricas idénticas. Y el timo de que el esquema regional actual está obligado a ser un calco del de la Segunda República, como si el resto de la milenaria historia de España no tuviera ningún peso.
Pero lo más importante de todo es comprender que la situación actual de Cataluña –y del País Vasco– es el resultado de cuatro décadas de sendos regímenes totalitarios tolerados y apoyados por los gobiernos nacionales y al parecer compatibles con la Constitución. Los separatistas se han valido, y se siguen valiendo, de las instituciones emanadas de la Constitución para lavar el cerebro de los ciudadanos y destruir el Estado desde dentro: monopolio de los medios de comunicación públicos, acallamiento de las voces discordantes, agresión a los opositores, adoctrinamiento de los niños abusando de su inocencia, utilización de la policía autonómica como ejército privado de los partidos separatistas, etc. Por no hablar del millar de crímenes del terrorismo nacionalista vasco, sin los cuales la situación política de toda España, empezando, evidentemente, por las martirizadas provincias vascongadas y Navarra, sería bien distinta.
Esta es la aberrante situación, radicalmente incompatible con un régimen democrático, que los separatistas pretenden aprovechar para instalar unas urnas en las que se decida la pervivencia o la destrucción de España; y que no pocos juntaletras gafes, de ésos que se declaran archidemócratas, dan por irreversible.
Basta ya de malabarismos estadísticos, reformas electorales, pactos de legislatura, cálculos económicos, instituciones europeas, esperanzas metafísicas, constituciones grabadas en mármol y otras recetas para idiotas. ¡Y manos a la obra! Desmóntense los regímenes totalitarios vasco y catalán, garantícese el imperio de la ley, ábranse las ventanas de la libertad, y ya verán lo que tardan los separatismos en desvanecerse barridos por el viento.
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