Son ya muchos los años en los que la izquierda lucha por hacerse con el voto de las minorías apelando a la identidad de éstas. El planteamiento es siempre el mismo. Se parte de la base de que se trata de colectivos que la sociedad discrimina de facto. Y se proponen privilegios con los que compensar esa discriminación y en lo posible acabar con ella. Al hacerlo, la izquierda está abandonando a quienes, teniendo poco, no pertenecen a ningún colectivo de los que se supone necesitan protección. Si, por ejemplo, se quiere dar una beca a un inmigrante por el mero hecho de serlo, habrá que negársela a algún ciudadano que, aunque no sea inmigrante, puede necesitarla económicamente tanto o más que él o que, necesitándola menos, ha contribuido más al tesoro público que la pagará.
En cualquier caso, estas políticas de discriminación positiva tienen dos efectos perversos. El primero es que, para aprovecharse de ellas, hay que reconocerse miembro del colectivo a proteger. La consecuencia es que el beneficiario menosprecia y ve menospreciada su condición de ciudadano para que lo relevante pase a ser la de ser miembro de un determinado colectivo. De manera que el pupitre que ocupa, la cama de hospital de la que disfruta o el puesto de trabajo al que accede no los logra por méritos propios sino que son un privilegio del que es acreedor por pertenecer a ese grupo y para el que otros, que no forman parte de él, podrían alegar mejores méritos. El segundo es que los que se sientan perjudicados por haber sido privados de un pupitre, una cama o un puesto de trabajo, a pesar de tener mejores cualificaciones, se sentirán frustrados y maltratados por un sistema al que tacharán de sectario. Unos serán algo más que ciudadanos. Y los otros se sentirán ciudadanos de segunda.
Esto es lo que hace que, en muchas partes de Occidente, parte del tradicional electorado de izquierdas se haya pasado a Trump o a Le Pen. De hecho, es lo que sucede especialmente en Estados Unidos, donde las políticas de discriminación positiva constituyen una seña de identidad del país, pero también en Francia, donde se han importado muchas de ellas en el afán de integrar a su abultada población musulmana. ¿Por qué? Porque la extrema derecha es la única que reniega a la vez de las políticas liberales y de las políticas identitarias. De las primeras, el electorado de izquierda recela visceralmente. A las segundas las percibe como perniciosas porque le privan de derechos de los que antes disfrutaba en igualdad de condiciones con el resto de ciudadanos. Dicho de otra manera: la extrema derecha atrae al viejo electorado de izquierdas porque ofrece igualdad a los ciudadanos de la nación a la vez que niega privilegios basados en la identidad.
El papel que en todo esto desempeña el centro-derecha se limita a seguir como pueda la estela de la izquierda y de la extrema derecha sin terminar de entusiasmar a nadie.
Si seguimos así, los dos bloques que en Occidente se enfrentarán serán el de la izquierda identitaria y el de la extrema derecha igualitaria, y no quedará nada para las políticas liberales, que son las que generan riqueza y bienestar. Un desastre.