La agonía del feminismo
El feminismo ha acabado tratando a las mujeres como si fueran incapaces.
Nunca se había hablado tanto de feminismo. O más exactamente, nunca el Estado y las organizaciones que aspiran a gobernarlo habían hablado tanto de él. Sánchez llega incluso a referirse a la “democracia feminista”, una expresión sin otro sentido que no sea el propagandístico, como si juntar dos palabras fuera capaz de crear un concepto nuevo. Es la política irrelevante del eslogan y del Twitter, sin duda, pero también apunta a la degradación del feminismo. Lejos de su significado propio, ha pasado a ser una etiqueta aplicable sin el menor reparo a cualquier fantasía.
El feminismo tuvo su razón de ser en la política y en la sociedad. Hoy en día, las mujeres han conseguido exactamente los mismos derechos que los hombres y existen garantías suficientes para corregir cualquier violación de esos derechos. Sin embargo, el movimiento feminista no parece haber reflexionado sobre el éxito obtenido y sus gigantescas consecuencias morales, culturales y políticas. En vez de eso, sigue embarcado en un proceso reivindicativo que le ha llevado a una doble relación. Por una parte, está empeñado en una opción ideológica de izquierdas o, mejor dicho, progresista. Por otro, se ha sumergido en el pantanoso mundo de la reivindicación identitaria, una línea que estaba presente en las reivindicaciones feministas de hace muchos años y que se ha convertido en la prioridad de lo que queda del feminismo.
Los dos, se dirá, son lo mismo. Es cierto en parte, porque la izquierda hace ya muchos años que abandonó su programa de prosperidad, cohesión e igualdad y se echó en brazos de las políticas de identidad. Aun así, no son equivalentes. El intento de monopolizar el feminismo desde el progresismo en busca del voto femenino ha dado prioridad a la ideología política: muchas mujeres que antes simpatizaban con el feminismo han dejado de sentirse representadas por quienes hablan en nombre de mujeres a las que quieren adoctrinar y utilizar para alcanzar el poder.
Lo que era un movimiento de integración se ha convertido en otro de fanatismo, censura, ignorancia voluntaria y, por qué no decirlo, de rencor.
El feminismo ha acabado tratando a las mujeres como si fueran incapaces de aprovechar la nueva situación ni, por supuesto, de tomar distancia y comprender los nuevos problemas que puede llegar a plantear –también para ellas–. Reproduce, como si no pudiera despegarse de usos muy antiguos, la situación de dependencia previa.
Más grave aún es lo identitario, que ha llevado al feminismo actual a perder el sentido mismo de su naturaleza. Las políticas de identidad, efectivamente, multiplican sin límite las pertenencias, hasta hacer de lo más minoritario un modelo para el conjunto de la sociedad. A menos que la palabra mujer deje de significar nada concreto y haga referencia a una actitud de supuesta rebelión permanente –un negocio como otro cualquiera, el de quienes se han arrogado el derecho de decir a las mujeres lo que tienen que hacer–, se ha convertido en una etiqueta tan alienante como la de hombre o varón.
Las dos entran en conflicto con las etiquetas, es decir, las identidades nacidas de la aspiración –totalitaria– a ser absolutamente coherente con uno mismo. Como era de esperar, pronto llegan al límite, representado por aquellos sujetos que encarnan el final de cualquier identidad. El impulso lo arrastra todo, desde las lealtades políticas hasta el idioma, las costumbres, la imagen. Nada queda sin politizar, ni siquiera el último reducto de la antigua intimidad personal, en un enfrentamiento perpetuo de todos contra todos –y también en el interior de cada uno–, establecido y jaleado con el fin de acabar con cualquier posibilidad de estabilidad y de compromiso. Lo que era un movimiento de integración se ha convertido en otro de fanatismo, censura, ignorancia voluntaria y, por qué no decirlo, de rencor. Es el feminismo agonizante, tan bien representado por la ministra de Igualdad.
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