Punto de partida: la política española actual se dirige al extremo caótico o, por lo menos, embarullado. Habrá que darle la vuelta para introducir elementos de racionalidad, que tendrían que ser los normales. Desde luego, no parece razonable que el progresismo dominante en España pueda resistir por más tiempo. Aunque lo cierto es que algunos países que se habían desarrollado han podido retroceder hasta extremos de vergüenza. Es el caso del Líbano o de Argentina, entre otros. Sospecho que los términos de una política razonable para España a algunos les parecerán un imposible, una utopía. Mi obligación es la de pensar en voz alta, quiero decir, por escrito.
Bastaría con que los políticos (los que mandan y los que pueden llegar a mandar) se pertrechasen de esta simplicísima idea: lo razonable es procurar el bienestar general. Otra cosa es cómo.
Empecemos por asimilar esta presunción: la cualidad primera de un gobernante es la de no mentir, tanto en su vida pública como en la privada. Es una premisa que, manifiestamente, se incumple en la España actual.
Lo razonable en política no es tanto tener razón (o creer que se tiene) como la ardua empresa continua de buscarla. Para lo cual hay que atender a las razones expuestas por unos y por otros, sean políticos o no. Es decir, se impone la sensatez como programa político. No es fácil, como podrían decir, ahora, los murcianos. Es solo un ejemplo. Basta comprobar que la combinación que hoy manda en España aparece formada por partidos republicanos o secesionistas: PSOE, Unidas Podemos, Esquerra Republicana de Catalunya, Partido Nacionalista Vasco, Bildu. No deja de ser un contrasentido con nuestra actual Constitución.
Una norma de elemental racionalidad sería que, para poder presentarse a unas elecciones generales, los partidos cumplieran la siguiente elemental condición. A saber, tratar de representar al conjunto de los españoles, naturalmente, cada uno con su particular ideología. Los que no pudieran pasar ese trámite servirían para su actuación en los Parlamentos regionales o, simplemente, pasarían a la condición de grupos de interés o de influencia. Un ejemplo, el veterano Fomento del Trabajo Nacional (nacional quiere decir catalán), que ha funcionado en todos los regímenes de la España contemporánea.
Algo muy racional sería poner al Estado en su sitio. Nada de hacer equivalente “el Estado” a “España” o a “la nación española”. Otro vicio es invocar el “sentido de Estado” para calificar las conductas de apoyo al Gobierno. Son prácticas nocivas, que hoy se llevan.
Frente a las ideas expuestas, bien racionales, los españoles tenemos que sufragar una veintena de partidos, todos ellos sentados en las Cortes. El número es indicativo de calidad. Lo razonable sería que el favor del electorado se lo disputaran no más de tres o cuatro partidos, como es el caso de las democracias avanzadas. Todo lo que exceda de ese límite representa un peso desproporcionado de personalismo, nepotismo. Tanto es así que la observación de la realidad política española nos tienta a considerarla como una oligarquía. En efecto, en la España actual las decisiones políticas verdaderas no se toman en las Cortes, sino en los reservados de los restaurantes de postín. A lo mejor ahora, con la epidemia, en mansiones particulares. Es evidente la degradación de la democracia con estos retorcimientos. Se añade la práctica viciada de que, algunas veces, los Gobiernos no se derivan directamente de los resultados de las urnas, sino de las extrañas componendas de los votos de censura. Es, otra vez, el personalismo y, en el fondo, la corrupción. Es lo que hay y no debe haberlo.