En octubre de 2020 se produjo un hecho nimio y a la vez trascendental. En Madrid, el Ayuntamiento, cuyo alcalde es el liberal-conservador Martínez Almeida, retiró una placa conmemorativa. La había colocado en abril de 1981 la leyenda del socialismo intelectual y cañí Enrique Tierno Galván, que se felicitó de que todos los partidos se unieran para “reconocer la tutela extraordinaria de Largo Caballero”. Hace cincuenta años era necesario un esfuerzo de armonía entre enemigos políticos acérrimos, por lo que tenía sentido que unos y otros tragasen con una fake news como que Largo Caballero había sido un héroe de la II República, cuando en realidad había sido uno de sus traidores más notorios, capaz de hacer enaltecimiento, ya en abril de 1931, de la violencia y la insurrección contra “el Estado burgués” y la república parlamentaria en un discurso dirigido a los jóvenes socialistas.
Mantengo el criterio de que hay que apoderarse del poder político revolucionariamente, y que es tonto hacerse la ilusión de que vamos a poder adueñarnos de él de otra forma. Tengo que manifestar que la revolución no se hace con gritos de “viva el socialismo, viva el comunismo y viva el anarquismo”. Se hace violentamente, luchando en la calle con el enemigo.
Escribía Maquiavelo que
el único medio seguro de dominar una ciudad acostumbrada a vivir libre es destruirla. Quien se haga dueño de una ciudad así y no la aplaste, espere a ser aplastado por ella.
Hoy sólo hay una ciudad en España que puede presumir de estar acostumbrada a vivir libre: Madrid. Con el País Vasco y Cataluña convertidas en regiones aplastadas por el nacionalismo, donde impera una dictadura perfecta –como definió Vargas Llosa al México monopolizado por el PRI–, y el resto de España vegetando entre el bostezo y la resignación, la mera supervivencia y la triste decadencia, Madrid se ha convertido en la aldea irreductible de la libertad y la innovación, la heroica resistencia a la argentinización de España y la rebeldía con causa frente a un Gobierno social-comunista capaz de pactar con los golpistas catalanistas y los legatarios de ETA.
Aunque Martínez Almeida se atreve a gestos mínimos pero valientes, como retirar la placa a un golpista y terrorista de Estado como Largo Caballero, es Isabel Díaz Ayuso la que concentra la puntería de las difamaciones de la izquierda. En los minutos siguientes a su llamamiento a las urnas, los medios socialistas la tacharon de supremacista, trumpista, independentista, populista... A este paso pronto la calificarán de nazi, racista, de haber matado a García Lorca y tener carnet de simpatizante del Real Madrid.
¿Por qué han sacado toda la artillería del insulto contra Isabel Díaz Ayuso? La presidenta de la Comunidad de Madrid ha mostrado de nuevo que no hay nada que el feminismo de izquierdas odie más que a una mujer como ella, capaz de triunfar sin necesidad de cuotas ni de discurso victimista. De Thatcher a Merkel, pasando por Esperanza Aguirre, las mujeres liberales y conservadoras, cuya representación recae ahora sobre los hombros de Isabel Díaz Ayuso y Cayetana Álvarez de Toledo, defienden tanto en la teoría como en la práctica que una sociedad abierta, fundamentada en la economía de mercado y la democracia liberal, es el mejor antídoto contra cualquier tipo de prejuicio discriminatorio, del racismo al edadismo, pasando, claro, por el feminismo radical. Nada ha hecho más por las mujeres que la economía de mercado. Nadie ha teorizado mejor sobre el feminismo que los liberales John Locke, Olympe de Gouges y Stuart Mill. Por ello el feminismo de izquierdas oscila entre la esquizofrenia y el autoritarismo: tendría que adorar a San Capitalismo y autocancelarse.
El lema de campaña de Ayuso, “Socialismo o libertad”, entronca directamente con las ideas de Thatcher en el 83:
La elección que enfrenta la nación es entre dos formas de vida totalmente diferentes. Y qué premio tenemos que lograr: nada menos que la posibilidad de desterrar de nuestra tierra las nubes oscuras y divisorias del socialismo y reunir a hombres y mujeres de toda condición que compartan la creencia en la libertad.
La libertad liberal consiste en que mi libertad termina donde empieza la tuya, combinando la autonomía con el respeto y la responsabilidad. Sin embargo, la libertad opresora socialista (de Rousseau a Errejón) consiste en imponer unos criterios particulares de modo que se produce la paradoja de que hay que forzar a todo el mundo a ser libres, ya sea mediante el internamiento en campos de reeducación o, en los casos más graves de rebeldía liberal, en campos de exterminio.
También es Isabel Díaz Ayuso la esperanza de que el PP puede dar una desacomplejada batalla cultural a la dominación de valores y actitudes socialdemócratas que permean al partido del combatiente Aznar pero también del vacío Rajoy. Y es que los tibios socialdemócratas de la derecha, que estaban instalados en la calle Génova y ahora están preguntando el precio de alquilar la sede de Ciudadanos, que pronto estará vacía, son la encarnación española de lo que había advertido Thomas Paine:
La moderación en el temperamento es siempre una virtud; pero la moderación respecto a los principios siempre es un vicio.