En España tenemos un sistema laboral absurdo. Mientras que los funcionarios pueden disfrutar de una vida de tranquilidad absoluta, dado que su puesto de trabajo está garantizado salvo en el caso de que un meteorito del tamaño de Groenlandia impacte en Madrid, los “prestadores de servicios” (que es como llaman en compañías como Glovo o Delivery a los riders que transportan los pedidos) pueden partirse el cuello llevando una pizza bajo la nieve sin que nadie cubra el riesgo. El nuevo y muy lucrativo negocio del delivery se realizó bajo el signo del laissez faire entre empresas y trabajadores, que, en la gran mayoría de los casos, no se contrataban como asalariados de las empresas sino como autónomos.
Hasta que uno de ellos llevó su caso ante los tribunales. Como en el resto de Europa, donde los fiscales de Milán escucharon a mil riders contar sus experiencias laborales, que en muchos aspectos hacían recordar al rider más famoso de la historia del cine, el protagonista de Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, un desesperado padre a la búsqueda de un trabajo en la Italia posterior a la II Guerra Mundial que se encuentra con que le roban su instrumento de trabajo: la bici.
Los juzgados de lo laboral, ante la inseguridad y la precariedad de los trabajadores contratados como autónomos, han establecido que la figura que mejor cuadra en la actual legislación a la relación que mantienen Glovo, Delivery, Uber y otras plataformas de intermediación es la de asalariado, por lo que estas empresas deberían contratar a todos aquellos que ahora trabajan bajo su paraguas tecnológico.
Podríamos debatir los matices tecnológicos y económicos que distinguen a un autónomo de un asalariado en el caso de los riders, pero sería una discusión semejante a la del sexo de los ángeles o si los huevos cocidos deben partirse por el extremo grueso o por el delgado. Lo relevante en una economía de mercado dentro de una democracia constitucional –es decir, en un sistema liberal alejado tanto del mercantilismo como del laissez faire– es que el Estado, a través del sistema judicial, ha tenido que intervenir para resolver una asimetría de poder entre las empresas y los trabajadores, de manera que la flexibilidad y la libertad de contratación no se hiciera a costa de los derechos fundamentales de los trabajadores a la seguridad y la protección.
Hemos pasado así de una situación mala a otra igual de mala o peor. Porque el peligro reside en que una sobreprotección de los trabajadores significaría un mercado intervenido, ineficiente y, finalmente, perjudicial para los empresarios, los consumidores y, sobre todo, los propios trabajadores que terminarían en el desempleo. Que parece ser el destino laboral español, abonado a tasas de paro de dos dígitos. Sin embargo, la irrupción del Estado en su versión judicial puede ser finalmente el desencadenante de una auténtica solución de mercado, es decir, de suma positiva, donde todos ganen de manera proporcionada, no sólo en cuanto a dinero sino también en cuanto a derechos.
El sindicato de los empresarios del sector ha pedido al Ministerio de Trabajo que se fije en la solución italiana de arbitraje, el cual mantiene el modelo de autónomos (lo que también es pedido por gran parte de estos trabajadores, que prefieren libertad de horarios y temporalidad aun ganando menos) pero con una serie de coberturas básicas. En Inglaterra, Just Eat va a empezar a pagar a sus autónomos salarios por hora, subsidios por enfermedad y contribuciones a la pensión. Su director general, Andrew Kenny, ha explicado que la empresa ha asumido su responsabilidad moral con esta decisión. Desde un punto de vista estrictamente utilitarista, estas medidas supondrán un coste significativo pero en realidad minúsculo para las empresas en comparación con lo que significaría una intervención burda y unidimensional del Estado en el funcionamiento del mercado.
Esta situación específica respecto a las empresas de intermediación y los trabajadores que colaboran con ellas muestra, en primer lugar, la necesidad que teorizó Adam Smith de configurar un juez imparcial, un árbitro neutral, que sea capaz de tener en cuenta las necesidades, intereses, valores y deseos de todas las partes para poder proponer una solución que satisfaga a todos los agentes involucrados. En segundo lugar, es necesario que todas las partes interesadas sean capaces de desarrollar la simpatía de la que hablaba Smith (lo que se denomina hoy empatía, tanto cognitiva como emocional) para ponerse en lugar de los otros (empresarios psicópatas y trabajadores de la lucha de clases, abstenerse). Así como para darse cuenta de que –parafraseando pero corrigiendo a Charles Wilson, presidente de General Motors– lo que es bueno para Glovo es bueno para sus trabajadores, pero también de que lo que es bueno para sus trabajadores es bueno para Glovo. Y lo que es bueno para los dueños de Glovo y sus trabajadores es bueno para los consumidores y el conjunto del país.
No es la mejor de las noticias, desde luego, que una regulación fina del mercado de trabajo en tiempo de innovaciones digitales esté en manos de la comunista ministra de Trabajo Yolanda Díaz. Es como poner de chef de un restaurante vegano a un caníbal. Pero tampoco sería inteligente dejar que sean los empresarios los que, desde su posición de poder, dicten las normas del mercado. Sería como dejar que fuese una secta de pirómanos la que dirigiese el departamento de bomberos. Existe una tercera vía capitalista alejada del autoritarismo de Estado y el anarquismo de mercado. Lo que desde Locke y Smith llamamos liberalismo.