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Marcel Gascón Barberá

Acallar, controlar, coaccionar y crujirte a impuestos

Un mundo de izquierdas sería invivible hasta para la izquierda.

Pablo Iglesias. | EFE

“La pobreza es el estado natural de la humanidad, y debemos reconocimiento a los que nos han sacado de ella: a los que construyen, a los que se arriesgan, a los que crean oportunidades y superan obstáculos. Frente a ellos está la izquierda, que en su búsqueda eterna de la utopía (del 'no lugar') centra su acción en la regulación, la censura, el gravamen y la queja” (John Endres, del Instituto de Relaciones Raciales (IRR) de Sudáfrica).

Cuando no es también violencia, como en la versión revolucionaria borroka, a la que tanto apego muestra Iglesias, la izquierda no es más que un lamento rencoroso e incesante, y obsesión por el control.

Lo vemos a diario en la campaña de las elecciones a la Comunidad en Madrid. Mientras el PP de Ayuso (el que no está maniatado por la izquierda) se estruja el cerebro para que la gente pueda seguir viviendo sin que se desmadre la pandemia, el bloque progresista centra todos sus esfuerzos en sabotearla, porque desde el Gobierno de España han hecho imposible lo primero y ni siquiera han conseguir lo segundo.

Todos los mensajes de la izquierda, dentro y fuera de esta campaña, están inspirados en achicar las libertades de la gente. Cerrar los bares, subir impuestos para que ellos decidan a qué dedican lo que tú has ingresado de tu sueldo. Más controles, para todo y para todos, semáforos como los del ministro de Nutrición, restricciones y normas absurdas, siempre avaladas por la cada vez más nociva UE y siempre por el bien del controlado, claro.

La izquierda no produce y vive para juzgar, controlar y condenar a los que simplemente viven y hacen cosas.  

La lógica con que lo justifican es parecida a la de los productores de antivirus y las casas de seguros. Pasan cosas terribles, toda seguridad es poca y no hay pecado peor que actuar con confianza, pensando que algo pueda salir bien sin necesidad de que interceda el Estado.

Gracias a su hegemonía en los medios y las universidades, la izquierda ha conseguido para sí la benigna etiqueta de progresista. Pero su obsesión igualadora, y esa tendencia tramposa a plantear la utopía como patrón y sentarse a sacar defectos al que sí crea, son el peor lastre que hoy tenemos para el progreso. Piensen por ejemplo en el affaire de las pizzas de Ayuso. Mejor que los niños no coman, que que coman sin cumplir las normas –arbitrarias y estúpidas– que se ha inventado uno de sus burócratas.

Un mundo de izquierdas es un mundo muerto, porque la izquierda no produce y vive para juzgar, controlar y condenar a los que simplemente viven y hacen cosas. Un mundo de izquierdas sería invivible hasta para la izquierda. 

Sin ricos a los que esquilmar ni empresas a las que machacar. Sin folclóricas a las que despreciar, reguetoneros machistas a los que aleccionar o pecadores que fuman a los que crujir a impuestos y amonestar. Un mundo sin escritores problemáticos a los que corregir, sin botelloneros o turistas franceses a los que censurar, y sin alimentos a los que el ministro del ramo pueda poner semáforos.

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