La piedra clave del arco democrático es lo que en su día se llamó libertad de imprenta; ahora es la libertad de expresión, mucho más amplia y necesaria, pues en los regímenes autoritarios funciona la institución de la censura, descarada o disimulada. En los últimos años del franquismo se denominó “Gabinete de orientación bibliográfica”, del Ministerio de Información y Turismo (curiosa pareja).
En las democracias se suele dar por supuesta la libertad de expresión. Sin embargo, existen grandes variaciones de calidad, según sea el respeto a tal derecho. En principio, un sistema democrático es más o menos auténtico si se cumplen los requisitos de sucesión pacífica de los Gobiernos y elecciones regulares y libres. Las cuales exigen una pluralidad aceptable de partidos políticos. Ahora bien, esa definición se hace desde el punto de vista formal, pensando, más bien, en los que mandan. Una vez lograda tal condición, hay que añadir otra perspectiva más sutil e interesante, la que se traza en vista del respeto a los habitantes, voten o no. Es ahí donde entra el registro de la libertad de expresión.
No hace falta recurrir a la vieja y burda censura, un remedo de la Inquisición. En la actual democracia española funciona un mecanismo más complejo e inteligente para recortar la libertad de expresión. Se trata del control apabullante de los medios de comunicación por parte del Gobierno. La cascada de la información se ve interferida por el abuso de la descarada propaganda. El Gobierno actúa como propietario (una propiedad, casi, como en tiempos de los quirites) de ciertos medios públicos (RTVE, agencia Efe). Lo que resulta más decisivo es la abrumadora influencia del Gobierno en muchos medios privados, a través de licencias y subvenciones. La propaganda del partido gobernante se ejerce de muchas formas: anuncios publicitarios, encuestas manipuladas, presencia privilegiada de los periodistas y comentaristas afines al Gobierno. Tal es la presión propagandística que, por este lado, nos acercamos, de hecho, a la situación opresiva de un régimen autoritario.
En la España actual, la conducta de los gobernantes permanece bastante opaca al escrutinio de la opinión pública, a diferencia de lo que ocurre en las democracias establecidas. Ciertas prácticas democráticas, como las conferencias de prensa o las elecciones primarias (sobre todo, las del partido gobernante), son una burda imitación, mal lograda, de tales instituciones en las democracias genuinas.
Es evidente que, en la transición democrática española, ha funcionado el turno pacífico de los Gobiernos, el conservador (UCD, PP) y el socialista (PSOE). Lo cual es un avance de civilidad. No obstante, se producen notorias convergencias entre los dos grandes partidos. Por ejemplo, ambos deciden subir los impuestos. Otro detalle: los socialistas se empeñan en aprobar la ley de memoria histórica, un insulto a la inteligencia. Sin embargo, cuando los conservadores acceden al Gobierno no derogan una norma tan nefasta. Hay más ejemplos en esa mezcolanza de extrañas afinidades.
Un atentado reciente contra la libertad de expresión es la violencia sistemática contra los mítines de Vox (el tercer partido por número de escaños) durante las campañas electorales. Lo curioso es que tales agresiones se realizan en nombre de la ideología antifascista, cuando los agresores son la más genuina representación del fascismo. Bueno, del comunismo; tanto da. Encima, los grupos de judíos españoles protestan porque estos sedicentes antifascistas mantienen opiniones antisemitas. No puede ser más grosera la pirueta ideológica.
Lo más grave es que, ante los asaltos a la libertad de expresión, el vecindario sumiso se conforma con el ostentoso título que se le otorga de “ciudadanía”, o, para mayor redundancia, “ciudadanos y ciudadanas”. La consecuencia es que el “pueblo” (el sujeto teórico de la democracia), adormecido, se despreocupa un tanto de que se respete o no la libertad de expresión u otras libertades. Tal dejación es la que da lugar a un tono, un reflejo autoritario en la liviana democracia española.
Naturalmente, siempre hay individualidades que se oponen al atosigante clima de la propaganda gubernamental, que todo lo subyuga. También las había, a su modo, en los regímenes autoritarios, e incluso en los totalitarios. Pero una golondrina no hace verano.