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Jesús Laínz

El legado envenenado de Pablo Iglesias

Iglesias se va de la política, sí, pero no con las manos vacías: entre todos los españoles le hemos pagado un chaletazo, un sueldazo y una pensionaza.

Iglesias se va de la política, sí, pero no con las manos vacías: entre todos los españoles le hemos pagado un chaletazo, un sueldazo y una pensionaza.
Pablo Iglesias. | Europa Press

Sí, Pablo Iglesias ha puesto punto final a su carrera política. Al menos eso ha dicho, pero ¿será prudente tomarle en serio una vez comprobada su insuperable desvergüenza? Bocazas supremo, ha demostrado en infinitas ocasiones que ninguna de las palabras pronunciadas por su marxista lengua tiene valor alguno. Subrayemos lo de "marxista", porque el contraste entre lo propugnado teóricamente y lo practicado personalmente por Karl Marx bastará para comprender que Pablo Iglesias, sin duda conocedor de su vida y obra, se ha inspirado en el Maestro para perdonarse a sí mismo su perpetua galopada a lomos de contradicciones. Si para destruir la sociedad burguesa aquel gran canalla fue capaz de tanta perfidia en su vida privada, ¿por qué habrían de desperdiciar sus herederos tan autorizado precedente?

No ha habido político español de los últimos tres o cuatro milenios cuyas acciones hayan incumplido tan contundentemente sus promesas políticas, éticas y personales, lo que no parece haber despertado la indignación en millones de españoles que siguen votándole: en Madrid esta semana han vuelto a picar 261.000 personas, lo que no es moco de pavo.

Iglesias se va de la política, sí, pero no con las manos vacías: entre todos los españoles le hemos pagado un chaletazo, un sueldazo y una pensionaza. Bueno, habría que haberlo escrito en plural, pues el aguerrido enemigo de la casta ha conseguido, entre otros privilegios marquesiles, el de enchufar en el Gobierno a su portavoza personal. Otra aportación notable de Iglesias: la resurrección del feudalismo y los privilegios de familia.

Muchos de sus adversarios se alegran de su autodefenestración, pensando que así mejorará el escenario político español. Pero no parece probable que éste vaya a cambiar demasiado por la insignificancia de que Pablo Iglesias abandone los escaños. Los bloques partidistas fraguaron hace décadas y se necesitará mucho tiempo para que cambien. Además, esos cambios no provienen tanto de caducos resultados electorales como de la lenta evolución de la mentalidad de la sociedad: eso que se llama "batalla cultural" y a lo que la supuesta derecha española jamás ha prestado atención. Como explicó recientemente Cayetana Álvarez de Toledo: "Pablo Casado me dejó claro que no le interesa la batalla cultural". E Isabel Díaz Ayuso, que parece encabezar un PP menos acomplejado, declaró hace unos meses, en una entrevista con Jiménez Losantos, que las normas ideológicas implantadas durante décadas por la izquierda ya no tienen vuelta atrás.

La inmovilidad de la gran mayoría del voto izquierdista nace del envenenamiento de la sociedad española por la vagancia, la envidia, el odio a la excelencia, la frustración sin cura, la venganza insatisfecha, el resentimiento sin fin… Y, por encima de todo, la adoración de la diosa Igualdad, fuente eterna de insatisfacción debido a la eterna desigualdad del género humano. Aunque este envenenamiento viene de lejos, es indudable la aportación de Iglesias, motor, por ejemplo, del remozamiento de la ley de memoria histórica zapateriana y de gestos tan simbólicos como la exhumación de Franco, de innegable eficacia en el afianzamiento de esa izquierda que vota con las tripas.

Otro efecto de largo alcance del paso de Iglesias y los suyos por parlamentos y gobiernos es el creciente escoramiento de la izquierda hacia la radicalidad posmoderna. El PSOE clásico ha desaparecido y hoy está dirigido por personas de talla tan ínfima que pierden el culo por secundar les continues mamarrachades paridas por esta nueva generación de revolucionarios de piscina. Que Iglesias se haya retirado y su partido esté en horas bajas no ha impedido el auge de la variante errejoniana de la izquierda perrofláutica, que incluso ha adelantado en votos a la casa madre de Ferraz. Y tampoco impedirá que siga predicando su veneno en los medios de comunicación por todos conocidos, y con la ventaja de no recibir las críticas a las que se exponen quienes trabajan en primera línea de la política.

Por otro lado, una derrota electoral no implica la derrota ideológica. España es ejemplo insuperable de ello: aunque de vez en cuando se haya impuesto en las urnas el PP, su papel se ha limitado a conservar la sociedad, la mentalidad y las instituciones diseñadas por la izquierda hasta que ésta regresa al poder para dar un nuevo empujón en su dirección. Además de su función de alineación suplente del PSOE, el PP es su cómplice necesario en el mantenimiento del estado de corrupción universal en el que España se ahoga: no habían pasado veinticuatro horas de la retirada de Iglesias cuando se anunció que, como consecuencia de dicha retirada, ambos partidos veían el camino mejor asfaltado para firmar el acuerdo de renovación del Consejo General del Poder Judicial.

Pero esta aparente paradoja no sucede sólo en España. La historia está repleta de casos que deberían tenerse presentes antes de entonar cantares victoriosos. El más aleccionador fue el ocurrido en Francia en 1969, cuando el derechista Pompidou arrasó en las urnas a una izquierda que, sin embargo, había plantado pocos meses antes las semillas de la nueva sociedad que habría de llegar hasta nuestros días. Los pijoprogres parisinos, protagonistas de aquella cursi algarabía para protestar por los polvos que no les permitían echar en los colegios mayores femeninos, perdieron las elecciones pero parieron un nuevo mundo a la medida de sus dogmas y sus obsesiones.

En él seguimos. Y Pablo Iglesias y su partido han sido, y seguirán siendo, meros engranajes de ese mundo, al igual que el PSOE y el PP. Todos ellos no son otra cosa que personajes diversos de la misma farsa.

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