La disciplina académica según el Dr. Castells
Me temo que este dechado de progresismo está fuera de lugar y va a conducir a soluciones peores que las derivadas de la legislación franquista que deroga.
Los conflictos disciplinarios que se suscitan en las universidades son muy variados y comprenden desde el robo de libros en las bibliotecas hasta las agresiones violentas a los miembros de la comunidad académica –alumnos, profesores y personal de administración y servicios–, pasando por la copia en exámenes, el plagio en los trabajos evaluables, las amenazas, los insultos o el incumplimiento de normas organizativas. Todos los que ejercemos nuestra actividad en el mundo académico lo sabemos. Y sabemos también que, aunque muchas veces estos conflictos se resuelven sin mayores problemas, hay casos en los que la actitud y las actuaciones de los implicados abocan ineludiblemente a la acción disciplinaria.
Esta última ha estado regulada hasta ahora por un decreto de 1954 que desde hace años había quedado obsoleto, tanto por su contenido material como por su inadaptación a fenómenos actuales que eran impensables en aquella época. Además, ese decreto recoge normas manifiestamente inconstitucionales –como, por ejemplo, la alusiva a "las manifestaciones contra la Religión y moral católicas o contra los principios e instituciones del Estado" o la formación de tribunales de honor, a los que por cierto se dedica un tercio del articulado–; y además carece de una ley habilitadora, tal como la Constitución obliga. No sorprende, por ello, que los tribunales de justicia se hayan pronunciado en contra de su aplicación, aunque también hay sentencias en sentido contrario basadas en la discutible idea de que, en ausencia de una norma actualizada, no queda más remedio que sujetarse a él. Conozco bien este extremo porque, en el curso de mi vida académica, me ha tocado también el papel de gestor de los servicios bibliotecarios y he tenido que instar varias decenas de expedientes disciplinarios por el robo de libros.
Para todos los ministros que han pasado por el cargo este era un asunto molesto porque ninguno quería pasar por represor.
En estas circunstancias, sorprende que hayan pasado más de cuatro décadas desde que se aprobó la Constitución sin que ese asunto de la disciplina académica haya sido regulado por el ministerio del ramo, incluso a pesar de que, en ese plazo, se han promulgado varias leyes destinadas a ordenar las actividades universitarias. Sin duda, para todos los ministros que han pasado por el cargo este era un asunto molesto porque ninguno quería pasar por represor. Sin embargo, el peso de los hechos ha acabado imponiéndose y, en estos días, el ministro Manuel Castells ha ultimado una nueva norma disciplinaria, a la que ha denominado Ley de Convivencia Universitaria. En ella se regula obviamente la disciplina, pero su aplicación se subordina a un procedimiento de mediación que operará siempre que así lo acepten las partes implicadas, salvo en los casos de acoso y violencia de género, fraude universitario o destrucción de patrimonio. Ni que decir tiene que esta ley es tributaria de una concepción basada en la resolución de conflictos que casa mal en la mayor parte de los casos con la naturaleza de los problemas disciplinarios. Así que, aunque haya que valorar positivamente el hecho de que finalmente el ministro Castells se haya atrevido a lidiar con este tema, no parece que sus normas vayan a resolverlo con claridad. Más aún, creo que la mediación –que, por cierto, ya se aplica en el ámbito de los Defensores del Universitario, con los que cuentan todas las universidades– embrollará una buena parte de los asuntos, sobre todo cuando se coloque a los profesores o al personal de administración y servicios en la tesitura de hacerlos moralmente responsables de una sanción a los alumnos –o a sus propios compañeros– cuando hayan sido las conductas punibles de estos las merecedoras de castigo.
Pero vayamos más allá porque, aunque no se conoce aún el texto completo del proyecto gubernamental, sí se han filtrado algunos extremos inquietantes. El más notorio es, sin duda, el referido al plagio. Ello, por varias razones. La primera, porque parece circunscribirse a las tesis doctorales; como si no existieran dentro del ámbito universitario otros tipos de trabajos en los que el plagio es harto frecuente. No me resisto a transcribir a este respecto una resolución adoptada por la Comisión de Doctorado de mi universidad –la Complutense– en respuesta a una denuncia de plagio que personalmente presenté en cierta ocasión. Dice que el texto del presunto plagiario era "un ‘trabajo’ y no un ‘proyecto definitivo de tesis’ [que] debe considerarse como un borrador", y que, en virtud de ello, no procedía valorarlo. Es este mismo espíritu minimizador del problema del plagio el que inspira la ley del doctor Castells. En ella se propone la expulsión de la universidad al plagiario durante un máximo de tres años –lo que sólo es relevante si el sancionado es profesor, pero no en ningún otro caso–, y además se establece que la correspondiente falta prescriba a los tres años. Pero no se anula la concesión del título de doctor, lo cual no puede calificarse sino como una aberración, pues el plagio es una forma de falsificación de un documento público –la tesis doctoral, en este caso– que da lugar a un reconocimiento académico también público.
Finalmente aludiré a la Comisión de Convivencia que la ley obliga a crear en todas la universidades para promover y tramitar los procedimientos de mediación con los que se pretende sustituir el mecanismo sancionador. Según el ministerio de Castells, estas comisiones han de ser paritarias, con representación, por este orden, de los estudiantes, el profesorado y el personal de administración y servicios. Ello porque así, según ese ministerio, se configura el órgano de acuerdo con los "principios democráticos, la tolerancia, el pluralismo, el respeto a la diversidad, la corresponsabilidad y la resolución pacífica de los conflictos". Muy loable todo, pero de lo que estamos hablando es de conductas inapropiadas dentro del medio académico –que, por cierto, es un medio esencialmente jerárquico y desigual, puesto que ambas notas caracterizan la producción del conocimiento y su transmisión–. Así que me temo que este dechado de progresismo está fuera de lugar y va a conducir a soluciones peores aún que las derivadas de la legislación franquista que, con la Ley Castells, se deroga.
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