Los sucesos de hace dos semanas tienen una virtud: ponen de manifiesto el problema en toda su crudeza. Hasta ahora la defensa perimetral de Ceuta, como la de Melilla, descansaba en dos errores. El primero de ellos era encomendar la inviolabilidad de la frontera a las autoridades marroquíes, a sus vallas, a sus alambradas y a los despliegues de su gendarmería en la región; ya hemos descubierto que poner la defensa de las fronteras en manos de otro país constituye un contrasentido ingenuo y suicida. El segundo error ha sido pensar que la colaboración, sincera o egoísta, de Marruecos sería eterna; hemos descubierto que, con toda lógica, nuestro vecino del sur persigue sus propios intereses y no los nuestros.
El trauma de los sucesos de las últimas semanas y el desconcierto del Gobierno y de parte de la opinión pública no pueden esconder la necesidad de extraer, cuanto antes, algunas lecciones sobre lo ocurrido. Permítaseme citar cuatro.
En primer lugar, es bastante evidente la necesidad de replantearse a corto plazo las infraestructuras fronterizas de Ceuta y de Melilla. En los últimos años se han acometido diversas reformas, todas muy superficiales: para reparar tramos de valla deteriorados o para retirar las famosas concertinas. Pero no ha existido un replanteamiento general de la cuestión, aunque al parecer existen en los ministerios de Defensa e Interior algunos estudios. La dificultad del terreno y el coste económico lo han ido retrasando; pero, ante la estrategia del asalto civil y masivo, esto ya es desidia. El espigón de la playa del Tarajal es un buen ejemplo de punto de fácil acceso que se burla con facilidad con sólo nadar unos metros; que miles de personas lo cruzasen en unas horas da cuenta de esa debilidad. Las fronteras que discurren por playas no tienen por qué ser tan vulnerables: la frontera entre México y Estados Unidos en las playas de San Diego o la separación en la playa entre Gaza e Israel son ejemplos de infraestructuras que se prolongan mar adentro, dificultando los asaltos. Esta es la lección más inmediata de lo ocurrido: hay que tapar los enormes agujeros en nuestras infraestructuras físicas.
En segundo lugar, más allá de la cuestión de las infraestructura, hay una cuestión de despliegue militar. Hay en Ceuta en torno a 3.000 militares pertenecientes a diversas unidades, algunas con sólidas raíces históricas en la ciudad y de enorme tradición africanista; sin embargo, todo parece indicar que las operaciones convencionales han quedado atrás: la contención será frente a civiles o irregulares, y en territorio español. Esto pone sobre la mesa algunas cuestiones muy relevantes. La primera, sobre si el número de efectivos es suficiente o no –el Jemad afirma que sí– y si el compromiso de defensa español con las dos ciudades exige un aumento de la guarnición en ambas plazas. La segunda cuestión tiene que ver con el tipo de unidades, el material y la formación con que deben estar dotadas: todo apunta a operaciones urbanas. Y por fin hay una tercera incógnita, que es legal: no parece suficiente que los militares actúen como apoyo a la Guardia Civil y la Policía Nacional a la espera de un estado de excepción; y parece también razonable pensar en reglas de enfrentamiento más acordes al tipo de operación que tendrán que realizar, en suelo español, entre y ante civiles. La lección de lo ocurrido, en términos militares, pasa por el replanteamiento a corto y medio plazo del papel de nuestros hombres en el lugar.
Capítulo aparte merece el fracaso de la inteligencia española en la región. Cuanto más se conocen los detalles de lo ocurrido el pasado día 16, más se evidencian fallos inadmisibles: ¿cómo pasa inadvertida una movilización de 10.000 personas durante varios días, con decenas de autobuses y agitadores recorriendo las calles?
En cuarto lugar, a un nivel más amplio, hay dos cuestiones relevantes que recaen dentro del ámbito más general de la política exterior. La primera tiene que ver con la política hacia el Sahara Occidental. Los expertos dejan bien claro que el derecho internacional otorga a España la condición de potencia administradora, que es menester celebrar un referéndum y que en todo caso Marruecos no tiene potestad alguna sobre el Sáhara Español, pese a que sus tropas ocupen gran parte de su territorio. Pero todo esto carece de relevancia si España no puede o no quiere hacer valer su condición de administrador. Ha habido una falta de interés o un rechazo a la cuestión saharaui de todos los Gobiernos democráticos, quizá derivada del trauma de la Marcha Verde. A la derecha nunca le ha interesado la cuestión del Sáhara, por molesta; la izquierda ha ido perdiendo interés, conforme se desideologizaba la cuestión polisaria y argelina; pese a todo, el debate ideológico se cuela a veces en la política nacional. Pero falta, sin embargo, una lectura sobre el equilibrio de fuerzas y sobre los intereses nacionales que responda a la pregunta esencial: ¿quiere o no cumplir España con el papel que le fue asignado en febrero de 1976? La lección aquí es la necesidad de abrir un debate nacional a largo plazo sobre la posición española respecto al territorio que teóricamente aún administra y que, visto lo visto, no puede dejar caer en el corto y medio plazo.
A un nivel superior está la cuestión de la hegemonía y del equilibrio de fuerzas en el Estrecho, que tiene una dimensión militar y una dimensión diplomática. Desde el punto de vista militar, es tan cierto que España posee actualmente superioridad en términos aeronavales como que Marruecos, año a año, equilibra la balanza con la compra de aviones, fragatas o carros de combate norteamericanos o franceses. Por qué Rabat está recortando distancias y en disposición de ponerse a medio plazo por delante de España no es ningún misterio: la diligencia militar marroquí contrasta con la desidia española. Es cierto que el presupuesto de defensa marroquí está aún lejos del español, que tardará en tener a punto el material y que Marruecos mira militarmente a Argelia. Pero en la capacidad de movilizar recursos en el eje Estrecho-Canarias las distancias en pocos años serán muy cortas. La lección militar aquí reside en la necesidad española de invertir más en defensa. Y de invertir mejor.
En términos diplomáticos, respecto a Marruecos, España ha vivido durante los últimos cuarenta años de la renta europea y atlantista: aspirante o socio de la UE y la OTAN frente a un país atrasado y aislado. Hoy no es así. Desde 2004, España ha perdido peso internacional: en términos económicos, institucionales y territoriales, transmite inseguridad, que con Sánchez alcanza el paroxismo. Por el contrario, el esfuerzo marroquí por diversificar alianzas y por buscar aliados es notable. Es bastante significativo que Marruecos haya estrechado relaciones con Israel y con Estados Unidos, quizá los dos países más vilipendiados en la opinión pública española. La lección aquí es más dolorosa, más difícil de aprender y que más tiempo necesita: ¿cómo se recupera España del desgaste diplomático que sufre desde hace casi una década y que han protagonizado Gobiernos de los dos grandes partidos?
En conclusión, la crisis del 16 de mayo, unida a lo que ha venido después, tiene algo positivo: descubre la situación estratégica real en nuestra frontera sur. Rompe con varias ilusiones y permite un baño de realismo sobre cuestiones amplias pero concretas: el blindaje perimetral de nuestras ciudades, la preparación de nuestros soldados, la necesidad de definir una política nacional respecto al Sáhara, la planificación a largo plazo del equilibrio de fuerzas en el estrecho y la necesidad de recuperar cierta iniciativa exterior. ¿Está España en disposición de hacerlo?