Aunque se han derrochado ya ríos de tinta acerca de la pospandemia, albergo serias dudas sobre la preparación de la sociedad española para abordarla. Se habla mucho, sobre todo desde el Gobierno y las instituciones europeas, del impacto benefactor de las vacunas y de los cambios estructurales que los fondos NextGenerationEU van a propiciar en orden a facilitar la digitalización y la transición ecológica, aunque no se sepa muy bien en qué consisten, en la práctica, ambos conceptos. Pero se habla muy poco de los problemas económicos y sociales que el covid-19 lleva aparejados, como si hubiera bastado para ellos la política a corto plazo de sostenimiento parcial de las rentas de los asalariados y autónomos adscritos a los sectores más afectados –incluyendo el semifracasado Ingreso Mínimo Vital– o de provisión de liquidez para evitar una cadena de impagos entre las empresas de esas mismas industrias. No obstante, esos problemas están ahí y su vigencia se va a extender sobre un largo período, reclamando políticas diseñadas para abordarlos.
En el terreno económico, es obvio que nos enfrentamos a una desvalorización del trabajo, no sólo por el elevado desempleo real de este factor que ha propiciado la epidemia, sino porque una proporción significativa de los ocupados en los sectores más afectados –hostelería, ocio, turismo y viajes– va a necesitar ser reciclado para poder reinsertarse en la actividad laboral. Paradójicamente, apenas hay iniciativas públicas en este terreno, cuando ya hay ramas de la producción afectadas por la escasez de mano de obra formada profesionalmente para ellas.
Además, la desvalorización del trabajo ha llevado aparejada la del capital, fundamentalmente porque han sido ya muchas las empresas que han cerrado o están a punto de hacerlo. Los activos adscritos a esas empresas han perdido gran parte de su valor. Basta pasearse por las zonas comerciales o industriales para ver esto plasmado en una proporción significativa de locales y naves cerradas; y lo mismo pasa con los hoteles y establecimientos volcados sobre una demanda turística demediada. No tenemos aún una cuantificación de este fenómeno; pero ello no obsta para que el exceso de capital esté ya produciendo limitaciones en la inversión y, con ella, en las posibilidades de crecimiento de la economía. La recuperación del capital debería haber inspirado ya una flexibilización de las reglamentaciones que frenan su reubicación en el sistema productivo.
Está, por otra parte, el problema de la distribución. No soy de los que creen a pie juntillas el mantra izquierdista que asocia el covid-19 con un aumento de la desigualdad, entre otras cosas porque sus efectos letales se han cebado con uno de los segmentos de la población –el de los ancianos– cuyo nivel de renta es relativamente bajo; y porque, además, el llamado "escudo social" ha preservado sobre todo las rentas del trabajo, aunque sea de manera incompleta, pero no las del capital –con lo que los perceptores de estas últimas, que suelen ocupar posiciones medias y altas en la distribución, se han visto seriamente perjudicados, tal como, por otra parte, muestra ya la Contabilidad Nacional–. Pero, más allá de su efecto distributivo global, lo que ahora importa es que han emergido nuevos focos de pobreza, que pueden ser duraderos, entre las clases medias y los jóvenes. Tampoco ha habido políticas diseñadas para ellos.
Asimismo, la demografía se ha visto seriamente afectada por la pandemia. No sólo por la gran cantidad de muertes que ha producido, sino por el déficit de nacimientos que ha propiciado. Los datos de que disponemos al respecto son aún parciales, pero de ellos se desprende que, probablemente, ambos efectos van a ser cuantitativamente similares, con lo que la pérdida de población resultará apreciable. De momento, parece que la esperanza de vida se ha reducido en algo más de un año, con lo que la huella demográfica de la epidemia es ya innegable. Pero, más allá de ella, lo más preocupante es que la reducción de la natalidad que ha propiciado se cronifique, acentuando así el problema del envejecimiento y, con él, la tendencia hacia el estancamiento económico. Las políticas natalistas, casi inexistentes en España, debieran por ello hacerse presentes con la intensidad requerida.
Y quedan también las secuelas sanitarias asociadas a la enfermedad. Lo que la experiencia de las pandemias del pasado revela es que, para una parte de la población que enferma, la salud se ve seriamente afectada durante años, reduciendo así su capital humano, empeorando sus perspectivas de empleo y trasladando sobre sus hijos una carga que reduce su nivel educativo y su renta futura. Algunos estudios sobre la gripe española señalan que este tipo de efectos adversos se extendieron hasta la tercera generación. Con el covid-19 pudiera pasar lo mismo, y ya hay indicios de ello en los estudios clínicos. Por tal motivo, tanto desde la perspectiva sanitaria como desde la ocupacional y educativa, los Gobiernos, en este caso sobre todo los autonómicos, deberían prepararse para arbitrar medidas a largo plazo que palíen este tipo de efectos negativos.
Me temo no haber agotado la agenda de los problemas pospandémicos que, mejor o peor, la sociedad española tendrá que afrontar tanto en lo inmediato como en los próximos años. Pero bastan los cinco campos que he mencionado para comprobar que no estamos bien preparados. Así que dejemos a un lado la ilusoria consigna de que con las vacunas y los dineros europeos habremos derrotado al virus y pongámonos rápidamente a la difícil tarea de arreglarlos.