A estas alturas del siglo XXI, como me señala mi amigo Juan Luis Valderrábano, resulta difícil precisar qué significa ser una nueva nación, un nuevo Estado independiente. Tiene poco sentido para los contribuyentes, pero mucho para los que van a controlar el naciente Fisco, por ejemplo, desde Barcelona.
El movimiento secesionista catalán no puede aducir la razón de disponer de una lengua propia, distinta de la del común de los españoles, incluidos muchos catalanes. Tal peculiaridad cultural es corriente en muchas regiones de los Estados europeos. Solo se salen de esa constante algunos más pequeños, como Portugal o Islandia.
Tampoco cabe el argumento histórico. A diferencia de otras regiones españolas, Cataluña nunca fue un reino independiente, por mucho que se le califique de principado. La tradición de un verdadero reino se reconoce, por ejemplo, en Escocia respecto al Reino Unido.
Al final, el verdadero argumento para que Cataluña se separe del resto de España es que la nueva situación beneficia, grandemente, a los que mandan en Barcelona. Si consiguieran el estatuto de Estado, la fortuna de esa casta dirigente se multiplicaría de forma visible.
Los propósitos independentistas de Cataluña solo se pueden realizar con ayudas exteriores. De ahí el sostenido empeño de muchos años, por parte de la Generalidad, para establecer embajadas de hecho en diversos países. ¿No habría sido más conveniente llamarlas oficinas comerciales? La polémica actual no es baladí: los dineros bajo cuerda que ha costado esa operación, ¿son una forma de malversación de los caudales públicos o un acto de patriotismo?
El secesionismo catalán se ha visto favorecido por el Gobierno español en dos momentos de la historia: en los años 30 del siglo pasado y ahora mismo. La paradójica oportunidad es que, en ambos casos, el catalanismo ha contado con el decidido apoyo del PSOE en el poder. Eso es, también, memoria histórica. En la fecha actual, es el presidente Sánchez quien favorece, ladinamente, ese movimiento independentista. La razón es pragmática. El PSOE gobierna en España, pero muy lejos de la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. La forma más sencilla de que Sánchez conserve el poder es con la ayuda permanente de los partidos secesionistas, vascos y catalanes.
Las circunstancias de la actual hecatombe económica afectan a todo el país, y singularmente a Cataluña. Barcelona ha dejado de ser la capital económica de España. Es una aciaga circunstancia para plantear la independencia de la República de Cataluña, pero este tipo de movimientos no se suelen fijar mucho en razones prácticas. De momento, las autoridades de la Generalidad han conseguido que el Gobierno de España les facilite un sinfín de privilegios. No es el menor, simbólicamente, la concesión de los indultos a los políticos secesionistas autores de un fallido golpe de Estado en octubre de 2017, el centenario de la revolución soviética. Tales indultos son rechazados por el Tribunal Supremo y por el grueso de la opinión española. Paradójicamente, tampoco los ven bien los sediciosos; ellos aspiran a la amnistía, al entender que su rebelión fue un acto patriótico.
En muchos aspectos simbólicos, la Generalidad de Cataluña se comporta como si fuera un Gobierno de un país independiente. Es un curioso caso de esquizofrenia colectiva. A la altura del siglo XXI, ya digo, no queda muy claro el hecho de la independencia de nuevas naciones, en medio de una absorbente Unión Europea. Sobre todo porque los secesionistas catalanes aspiran a una especie de independencia subvencionada por el Gobierno de España, lo que queda de ella. Parece un absurdo, pero no es el único en esta cadena de despropósitos. Después de todo, aunque los poncios catalanistas odien a España, resulta que son españoles.