El mes pasado, el Parlamento húngaro aprobó una ley que prohibía la promoción de la homosexualidad y la ideología de género entre los menores. La ley fue recibida con un aluvión de críticas en las instituciones europeas y los países ricos de la mitad occidental de Europa. Según estas voces, la ley húngara es un atentado a los derechos de las minorías sexuales y a los valores de la Unión Europea.
A mi modo de ver, la ley húngara no debe ser juzgada mirando a Hungría, sino a América. Es en Estados Unidos donde más avanzado está el proceso al que nos lleva la ideología de género, que Orbán no quiere ver extendida en las escuelas y los institutos de su país.
La promoción indisimulada del cambio de sexo como solución indolora a la menor vacilación respecto de la propia identidad hace ya estragos en los Estados Unidos, como explicó Francisco José Contreras en este artículo en Libertad Digital y se vio el pasado 24 de junio en un spa para mujeres de California. Un hombre que se identificaba como mujer mostró sus genitales masculinos a las mujeres que compartían ese espacio, lo que provocó espanto e indignación entre las clientas. Pese a lo natural de la reacción, la ley de California ampara al varón biológico que se identifica como mujer.
Una vez aprobada la ley trans en España, es cuestión de tiempo que los españoles empecemos a pagar las consecuencias también aquí. Los menores empujados a la sala de operaciones llevarán, como es lógico, la peor parte.
En su denuncia sobreactuada de la ley húngara, los gobernantes europeos han encontrado en Orbán y su joven democracia poscomunista en la mitad oriental de Europa un sparring conveniente para deleitarse en su papel de buenos. Hungría no tiene el músculo económico o demográfico de China. No responde con amenazas militares como Rusia y no tiene un ejército más o menos regular de inmigrantes desplegado en Occidente y dispuesto a matar ante la menor ofensa, como es el caso de muchos regímenes islámicos.
Orbán es un enemigo conveniente, y por eso le dan con tanta saña los mismos europeos que anhelan acuerdos con tiranos de verdad como los de Irán o Cuba. La última amenaza contra la Hungría de Orbán consiste en privarle de los fondos europeos como castigo por su oposición al dogma LGBT. Cuando escribía estas líneas, el Parlamento Europeo preparaba una resolución para pedir a la Comisión que prive al país centroeuropeo de los fondos que le tocan si Budapest no retira la ley en cuestión. Como no podía ser de otra manera, la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, se ha mostrado receptiva a la petición y ha prometido "hacer uso de todos los poderes" de la institución que preside para meter en vereda a la díscola Hungría.
Detrás de esta intransigencia de los países poderosos y sus representantes en las instituciones comunitarias está la supuesta violación de los valores europeos por parte de la Hungría de Orbán. Pero para determinar quién ha violado esos valores primero hay que establecer cuáles son esos. En cualquier club, las reglas las deciden todos los miembros, no sólo los más poderosos o veteranos. Y sólo 13 de los 27 países de la Unión Europea, menos de la mitad, han firmado la declaración que condena por homófoba la ley húngara. Además, cuesta imaginarse a los padres fundadores de la Unión Europea entusiasmándose con una defensa de la homosexualidad que va más allá de la igualdad de todos y desafía la neutralidad institucional o con ideas como la autodeterminación.
Pero nada de esto parece importar a quienes mandan en la UE. Los valores comunitarios son los que ellos deciden, y deben ser promovidos independientemente de las consecuencias. Y el que calle debe atenerse a las consecuencias o, como ha sugerido el premier holandés Rutte, abandonar la Unión.