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Santiago Navajas

Negacionistas de la libertad

Me voy a descargar el certificado de vacunación. Para romperlo.

Me voy a descargar el certificado de vacunación. Para romperlo.
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Me voy a descargar el certificado de vacunación. Para romperlo. Fui de los primeros en comprarme una mascarilla, en febrero de 2020, cuanto tanto el Gobierno como los expertos y los medios se reían de las mascarillas y satanizaban a los que las llevábamos. Entonces yo le hacía más caso a Michael T. Osterholm, cuando advertía –el 24 de ese mismo mes– que nos enfrentábamos a una pandemia, que a Pedro Sánchez, Fernando Simón y Lorenzo Milá, que hablaban de que solo era una gripe más y animaban a asistir a manifestaciones feministas, cuando sabían que era una trampa mortal.

Del mismo modo, y asumiendo el riesgo de unas vacunas desarrolladas contrarreloj, me puse las dos dosis preceptivas de AstraZeneca, contra el criterio del Gobierno socialista pero con el respaldo de la Junta de Andalucía y la OMS. La confusión de los expertos gubernamentales se trasladaba a una población a la que los responsables políticos y sanitarios han mentido, mareado, insultado y vulnerado en sus derechos. La información contradictoria sobre las vacunas ha provocado no sólo la desconfianza de muchos, sino que ha provocado una incertidumbre que ha hecho aumentar exponencialmente la contratación de pólizas privadas de salud. Allá donde el Estado claudica y recurre a la intimidación, el mercado nos muestra cómo es posible conciliar la libertad con la seguridad. Y ello es lo que cabe exigirle al Estado, que deje de ser una mafia intimidante y se convierta en una empresa al servicio de la ciudadanía.

Cualquiera que se haya puesto la vacuna sin estar preocupado por los daños eventuales que puede provocar en el largo plazo, y sin ser consciente de que puede enfermar y contagiar a otros igualmente, o es un mentiroso o un completo ignorante. En cualquier caso, un irresponsable que cree que la ciencia es magia y los científicos son los brujos de la tribu. No me extraña la discriminación y el acoso que empiezan a sufrir las personas que no se vacunan. La práctica totalitaria de usar como excusa la seguridad y la salud pública para recortar libertades es clásica. Como advirtió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo:

El hombre-masa, entre las ruinas del mundo, sólo se preocupa de su seguridad personal (...) a la más ligera provocación, estaba dispuesto a sacrificarlo todo, su fe, su honor y su dignidad.

Aducir a favor de un pasaporte obligatorio de vacunación el principio liberal de "mi libertad termina donde empieza la tuya" recuerda a esos izquierdistas violentos que se autodenominan "antifascistas". Retorcer palabras y pervertir conceptos es la esencia del totalitarismo. ¿Qué libertad me impiden los no vacunados? Ninguna. Por ello no cabe coartar la suya. Es el Estado el que debe asegurarles más allá de toda duda razonable que no corren peligro con la vacuna. Por lo que debe hacerse cargo de los posibles efectos adversos. El resto es demagogia.

Un lugar común de los autoritarios pro vacunas obligatorias es que tienen el derecho a protegerse, y por ello pretenden convertir en apestados a la minoría escéptica. Lo que tenemos que recomendar a todos, con o sin vacuna, ya que todos podemos contagiar, es el uso de la mascarilla y de geles hidroalcohólicos, así como mantener la distancia social. No hace faltan más datos sino más precaución. Ha habido una sobresaturación de mala ciencia y una infravaloración de una filosofía prudencial. Ha triunfado el simplismo hiperracionalista sobre la complejidad razonable. Hay que intentar convencer a los no vacunados sin tratarlos como si fueran idiotas. Sobre todo cuando son los idiotas que eran negacionistas de las mascarillas y de la propia gravedad de la pandemia los que ahora insultan y se siguen riendo. Y, por parte de la ciudadanía, exigir al Gobierno para que dé cuenta de los efectos adversos de la vacuna. Es decir, ser un ciudadano responsable y no un esclavo fascistoide. Contra este último, personalidad que combina la esclavitud moral con el autoritarismo político, nos advirtió Aldoux Huxley en su primera novela, Los escándalos de Crome:

La mejor manera de lanzar una cruzada en favor de alguna buena causa es prometer a la gente que tendrá la oportunidad de maltratar a alguien. Ser capaz de destruir con buena conciencia, de comportarse mal y llamar a tu mala conducta "justa indignación", es el colmo del lujo psicológico, el más delicioso de los placeres morales.

Primero le exigirán el pasaporte covid. Luego el de no fumador. Más tarde le harán un test de drogas (alcohol incluido). Finalmente, le excluirán de la Seguridad Social si está gordo, si se ha roto el fémur subiendo una montaña o practicando cualquier otra actividad de riesgo similar a comer un chuletón o esquiar. Por mi parte, estoy vacunado, no fumo, no me drogo y no estoy gordo. Pero no quiero discriminación de un Estado Totalitario de Salud Pública.

El Gobierno sabe que se alcanzará la inmunidad de grupo y la tasa del 90% de vacunados. Pero le interesa la cortina de humo de los antivacunas para tener un chivo expiatorio entre la población más crédula y fascistoide. Así se guía al rebaño al matadero de los derechos. Llamarán "justificación" a cualquier racionalización basada en el miedo. Ya pasó con los atentados del 11-S, cuando cualquier análisis coste-beneficio y de defensa de los derechos, incluido el de no ser torturado, fueron borrados del mapa agitando el espectro del terrorismo.

¿Cómo saldremos de esta crisis? A este paso, frágiles y neuróticos, autoritarios e inquisitoriales. La lucha por alcanzar la inmunidad epidemiológica de rebaño nos habrá convertido en corderos políticos balando para que los perros pastores vengan a salvarnos. Cuando se descubra que los perros son lobos y que nos hemos metido en sus fauces, mientras creíamos estar a resguardo y calentitos en el establo, será demasiado tarde. Seamos provacunas pero antirrestricciones, prociencia pero sin dejar que los expertos y los tecnócratas se conviertan en émulos de Robespierre, que no por casualidad dirigía un Comité de Salud Pública.

Los enemigos de la libertad suelen obligarte a hacer lo que dictaminan que es justo. Por supuesto, por tu bien. Con las catástrofes sobrevenidas descubren un nuevo filón: pueden eliminar tu libertad... ¡por el bien de los demás! Pronto, campos de concentración para no vacunados. Cuando Roosevelt hizo ingresar a los japo-americanos en campos de concentración tras Pearl Harbour, pocos se atrevieron a levantar la voz. Es más, muchos aplaudieron. Tuvieron que pasar décadas hasta que Reagan pidió perdón por la acción criminal de Roosevelt. No hay enemigo de la libertad que no cuente con un ejército de siervos listo para seguirlo, jalearlo y asentir a todas sus proclamas. Como mostró Zimbardo en el experimento de Stanford, dentro de casi todo ciudadano libre se esconde un carcelero de vocación.

¿Cuál debe ser la respuesta del Estado ante los escépticos de las vacunas? Para empezar, debe dejar de emplear el calificativo de "negacionistas". Si ha habido negacionistas en esta triste historia han sido precisamente los responsables gubernamentales en sus campañas contra las mascarillas. Por otro lado, en lugar de criminalizar, ha de aportar soluciones. Ha aumentado exponencialmente la contratación de pólizas privadas de salud. Y eso es justamente lo que debe hacer el Estado: asegurar los efectos adversos que puedan provocar las vacunas para calmar el razonable miedo. Es significativo que haya quienes, en lugar de exigir al Estado, organicen campañas de difamación y acoso a ciudadanos que se sienten desconfiados, desprotegidos y amenazados. Con razón, dada la catadura moral de los Sánchez, Trump, Jinping... involucrados.

A Sócrates lo acusaron de negacionista de los dioses cuando lo único que pretendía era que los atenienses pensaran con detenimiento, sin dejarse llevar por mitos y miedos.

Tenemos nuevos dioses, otros mitos, renovados miedos, pero idénticos inquisidores.

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