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Amando de Miguel

Falsas comunidades

Se trata de hacer ver que las realidades son como se desean, no como funcionan en la práctica.

El Parlamento Europeo. | EFE

La distinción teórica entre comunidad y sociedad es ya un clásico para los que profesan las ciencias sociales. Por ejemplo, explica la diferencia que puede haber entre la economía doméstica o cercana y la macroeconomía de las naciones o de un bloque de ellas. Las leyes que rigen para uno u otro espacio pueden ser algo distintas. Por lo mismo, las relaciones sociales en el círculo de la parentela, los vecinos o los amigos no son las mismas que las aplicadas a la sociedad autosuficiente que llamamos nación. El contraste dicho se entiende muy bien cuando comparamos una comunidad de monjas (un convento) con una sociedad anónima.

Nuestro tiempo es proclive a las confusiones y malentendidos en todos los ambientes. Se idealiza lo comunitario, lo referido al círculo inmediato a cada persona. Tanto es así que se genera una ingenua confianza en la sociedad como una especie de gran familia. Véase, como ilustración, con qué ingenuidad manejamos el gentilicio comunitario para todo lo referido a la Unión Europea (27 países). No hay más que observar el gigantesco Parlamento de la Unión Europea, el más nutrido del mundo y con una babel de lenguas y de intereses. Es fácil percatarse de que aquello no puede ser una comunidad en sentido estricto.

Dentro de la reducida escala de la sociedad española, volvemos a colocar el marbete de comunidades a las regiones. Es otra hipérbole innecesaria. Encima le añadimos el epíteto de autónomas, lo que redondea el absurdo conceptual. En todo caso, es el Estado español quien podría presumir de alguna autonomía, la que le deja Bruselas. La historia es que, al hacer la Constitución de 1978, había dos regiones, País Vasco y Cataluña, que anhelaban tener más autonomía que el resto. Es claro que se trataba de un guiño a la secreta aspiración a la secesión o independencia por parte de los partidos nacionalistas, dominantes en esos dos territorios. Para evitar las previsibles rivalidades con otras regiones, los reformadores (entre ellos, muchos franquistas reconvertidos a la democracia) se inclinaron por el consenso. Es decir, concedieron el título de comunidades autónomas a todas las regiones. Fue lo que se llamó "café para todos". La metáfora no parece muy acertada, pues resulta que los españoles gustan de tomar café de formas muy diferentes. Pero la expresión hizo fortuna, por lo castiza, y quedó como un hallazgo constitucional. El resultado latente fue que desnaturalizó la idea de comunidad.

No hay más que observar el gigantesco Parlamento de la Unión Europea, el más nutrido del mundo y con una babel de lenguas y de intereses. Es fácil percatarse de que aquello no puede ser una comunidad en sentido estricto.

Las etiquetas tienen consecuencias. El hecho de que la Unión Europea o las regiones españolas se interpreten como comunidades nos lleva a la realidad de que no son lo que parecen. Es un error muy común en las percepciones humanas. Consiste en hacer ver ciertas realidades sociales como las dibujan los deseos de los que participan en ellas. Que conste que esa misma observación perceptiva se consigue, a veces, en el grupo de los parientes o de los vecinos de un bloque de viviendas o de una urbanización. En tales casos se establece la condición física favorable a una verdadera comunidad. Ahora bien, las relaciones personales pueden llegar a ser distantes, cuando no inexistentes, incluso hostiles. Es igual, sigue funcionando la preeminencia del deseo, de la apariencia. La distorsión es muy española. Se trata de hacer ver que las realidades son como se desean, no como funcionan en la práctica.

Tampoco se justifica que, en los casos anteriores, se pueda hablar de hipocresía. Ese es un juicio moral solo aplicable a las conductas individuales. El asunto de la poderosa apariencia es un rasgo, más bien estético, de la vida toda de los españoles. La cosa viene de lejos: en las novelas de Galdós, hace más de un siglo, resulta ostentoso el arte hispano de mantener las apariencias en todos los órdenes. Se traduce, por ejemplo, en el principio del "quiero y no puedo" de la sufrida clase media. Ahora es la norma general. Es la aplicación del principio filosófico del "como si" a una serie de situaciones sociales.

En estos días pandémicos se habla mucho, con devoción, de la "comunidad científica". No me parece un título muy adecuado. Los científicos son de su padre y de su madre; ni siquiera participan ya de la ética filantrópica que distinguía a sus predecesores de hace más de un siglo. Quizá sea una cuestión numérica. Incluso en España, los científicos componen una nómina tan abultada y heterogénea que no podemos presumir que formen una comunidad. Además, cuenta demasiado en ellos la práctica de citarse o no citarse, lo que genera todo tipo de envidias y rivalidades.

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