Tardaremos varias semanas en saber qué partido se hace con el poder en Alemania y cómo se formará el Parlamento. Los ciudadanos tienen dos votos, uno que va directamente a un candidato de su circunscripción y otro en el que se elige un partido, y del cual surgirá el número de representantes que se enviará al Bundestag. Si en un estado el número de escaños determinado por el primer voto supera el número de asientos que le corresponden al partido debido al segundo voto, el sistema electoral permite que en esa legislatura haya más escaños.
Son evidentes las diferencias entre los sistemas español y alemán. En nuestro desdichado país elegimos a los diputados a través de listas cerradas, por lo que la composición del Parlamento queda completamente en manos de los partidos, que hacen y deshacen a su entera voluntad. Pero las diferencias entre ambos sistemas electorales van más allá de las cuestiones técnicas.
La principal diferencia estriba en la implicación de los ciudadanos. El pasado domingo votó en Alemania el 76,6% del electorado. No es un número muy alto. Desde las primeras elecciones tras la guerra y hasta 1990 se superó siempre el 84% (con la excepción de las primeras, en 1949, donde se alcanzó el 78,5%). En 1972 y 1976 se superó el 90%, y desde 1990 el nivel ha estado por encima del 76% con la excepción de las elecciones de 2009 y 2013 (70,8% y 71,5% respectivamente).
La diferencia con España es evidente. Sin atender a la victoria de José María Aznar en 1996, cuando se alcanzó el 77,38% de participación, cada vez que se ha superado el umbral del 70% ha sido para que gobernara el PSOE. Es decir, que una parte del electorado solo se sacude la modorra para ahondar en la deslegitimación moral y política de la derecha.
Veamos otra diferencia: la alta participación en Alemania ha llevado a Gobiernos de coalición, y no solo entre SPD (socialistas) y CDU/CSU (democratacristianos) o entre partidos afines, sino también entre partidos aparentemente opuestos, como ocurrió cuando el SPD se alió con los liberales del FDP en 1969 para dar paso al primer Gobierno de Willy Brandt. Esa tradición de pactos, negociaciones, tira y aflojas, lealtades, compromisos y renuncias hace que cualquiera menosprecie la de ya de por sí despreciable postración secular de PP y PSOE ante los partidos racistas catalanes y vascos. A la que se ha unido ahora el pacto y la coalición entre PSOE y los comunistas de la partida podemita, que no ha generado más que esperpento, estética propia de chulos despreciables que causaría risa de no ser por el empeño de los comunistas en justificar escraches y violencias que les permitan tomar y mantener el poder.
¿Qué ocurre en Alemania con los partidos que en principio no son indispensables para formar Gobierno? En estas últimas elecciones los sondeos auguraban un excelente resultado para Die Grüne, los Verdes, que, lejos ya de los tiempos de Joschka Fischer y Jürgen Trittin, han dado paso a una generación de políticos que han instaurado la nueva religión del ecologismo pijo y thunbergiano y que en las grandes ciudades han promovido la gentrificación. Su candidata, Annalena Baerbock, tenía buena prensa hasta que publicó un libro con el que pretendía aumentar su popularidad y que fue acusado de plagio (hola, Pedro Sánchez). El resto de candidatos se lanzó inclemente sobre ella. Pese a haber aumentado casi un 6% el voto, Baerbock ha hablado directamente de fracaso y ha asumido la responsabilidad de un resultado que ha sido peor de lo esperado. También hay dirigentes de la CDU que han criticado abiertamente la caída del partido en estas elecciones. De nuevo nos encontramos con una diferencia radical con España, donde tras cada domingo electoral todos parecen campeones de no se sabe qué y nadie asume la responsabilidad de derrota alguna porque al parecer nadie pierde.
Este comportamiento alemán, de una sensatez básica y fundamental, en el que hay una alta participación y donde se asume la responsabilidad de los errores, no se explicaría sin la red política civil en la que se sustenta todo el sistema. Los ciudadanos son asimismo responsables de los políticos a quienes votan, pero no solo eso: también lo son de sus propias comunidades, desde las vecinales hasta las nacionales. El ciudadano tiene voto y también voz, y las sociedades y agrupaciones civiles no solo son numerosas sino que pueden tener un poder inaudito para los españoles, acostumbrados a delegar en otros las soluciones a los problemas perpetuos del país.
El único roto en esta red, aparentemente firme e indestructible, es el del país desaparecido, el del miembro amputado de la República: la RDA, inexistente de forma administrativa pero persistente todavía en la mentalidad de sus antiguos habitantes. Se consideran a sí mismos el hermano pobre que no recibió ni la ayuda ni la atención suficientes para salir adelante, y no les faltan razones. Asumidos como ciudadanos de segunda y objeto de desprecio evidente por parte de sus propios convecinos, quienes todavía residen en los antiguos estados de la Alemania comunista lo hacen en ciudades depauperadas, tristes, sucias y vacías, con una juventud desesperada y alcoholizada en la que arraigan las ideas totalitarias: en ningún sitio como en la antigua RDA se mantiene tan firme el partido AfD (Alternativa para Alemania), cuya legitimidad democrática la liman rabiosamente sus propios líderes en una enloquecida carrera por las sendas del nacionalismo más rancio y racista. A su lado tampoco pierden comba los comunistas de Die Linke, partido ahora menor y bipolar, que se debate entre continuar el camino identitario del neoecologismo y el neofeminismo o reconducirse en un partido tradicionalmente comunista, como predica una de sus dirigentes, Sahra Wagenknecht, que mantiene la tradición de líderes históricos, como Gregor Gysi, de alabar dictaduras como la de Cuba.
La derrota de Die Linke puede parecer una buena noticia a corto plazo. Pero si de sus cenizas resurgen dirigentes como la Wagenknecht, las risas de hoy pueden ser el llanto de mañana.
Sergio Campos, escritor español residente en Alemania. Autor de En el muro de Berlín.