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Marcel Gascón Barberá

Hungría, los gays y la doble vara de medir de la UE

A la Comisión Europea no le importa tanto el bienestar de las minorías sexuales como meterle el dedo en el ojo a un Gobierno incómodo como el de Orbán.

El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán. | EFE

En junio del año pasado, el toyboy rumano Florín Marín perdió a su marido, Philip Clements. Marín tenía entonces 27 años, varias décadas menos que el hombre que acababa de dejarle viudo. Esta diferencia, y el hecho de que Clements, que dejó este mundo a la provecta edad de 81 años, fuera un vicario retirado de la Iglesia de Inglaterra hicieron de la pareja una presencia habitual en los tabloides.

Yo mismo contribuí a alimentar el circo entrevistando al viudo para el Daily Mail, en una conversación en la que Marín habló de sus sentimientos ante la muerte de su esposo y sobre la suculenta herencia que le ha quedado.

Hablando después con Marín en el coqueto apartamento que le compró Clements en el norte de Bucarest entendí un poco mejor la relación. El joven cazafortunas rumano no era un amante desconsolado por la pérdida de un gran amor, pero tampoco el cínico oportunista con un corazón de piedra que presentaban (presentábamos) los tabloides.

Sin renunciar a ocasionales escapadas con gente de su edad que el anciano acabó asumiendo como inevitables, Marín estuvo junto a Clements hasta su último suspiro, dándole el calor humano, la ilusión y el cariño que en él había buscado el exvicario. "Créeme, no es fácil cuidar a una persona mayor", me dijo el viudo, que me habló también de los muchos problemas que tuvo para enterrarle.

Porque Marín y Clements se habían casado en Inglaterra, pero Rumanía no reconoce los matrimonios homosexuales ni las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Las autoridades no reconocían el derecho del viudo a hacerse cargo del cuerpo sin vida de Clements ni de sus efectos personales, lo que supuso grandes quebraderos de cabeza para Marín, en unas circunstancias en las que nadie necesita problemas adicionales.

La Comisión Europea sigue arremetiendo contra Hungría, y amenaza con cortarle los fondos por sus supuestos atropellos a los gays mientras calla ante la situación de discriminación que viven las parejas homosexuales en la vecina Rumanía.

Y ahora les propongo que dejemos a Marín en su apartamento y vayamos a una votación reciente en el Parlamento rumano. El pasado 28 de septiembre, una contundente mayoría de diputados rechazó una proposición de ley para reconocer las uniones civiles tanto entre personas heterosexuales como para parejas del mismo sexo. De haberse aprobado, la ley habría alineado a Rumanía con las recomendaciones del Parlamento Europeo, que el 14 de septiembre aprobó una resolución en la que pedía a todos los países miembros que eliminen "todos los obstáculos que encuentran las personas LGBTIQ a la hora de ejercer sus derechos básicos".

En otras palabras, la aprobación de la ley habría puesto fin a situaciones injustas como la que vivió Marín en la muerte de su esposo, o como las que viven todos aquellos homosexuales rumanos que, cuando pierden a su pareja, se quedan sin pensión y tienen problemas para reclamar la herencia después de toda una vida de convivencia.

Horas después de que los legisladores rumanos rechazaran la ley, varias publicaciones húngaras descritas por la prensa internacional hostil a Orbán como "sometidas al Gobierno de Budapest" (curioso que nadie diga de otras "al servicio de la Comisión Europea") se hacían eco de la votación y denunciaban el silencio de las instituciones de Bruselas.

Pese a todo el ruido en torno al supuesto infierno que la conservadora Hungría es para los homosexuales, este país reconoce desde 2009 las uniones civiles entre personas del mismo sexo, que gozan de los mismos derechos que los matrimonios, limitados por la ley húngara a las uniones entre hombres y mujeres, excepción hecha de la adopción.

Es decir, Florín Marín no habría tenido ningún problema para enterrar a su marido de haber vivido en Hungría. Pero la Comisión Europea sigue arremetiendo contra Hungría, y amenaza con cortarle los fondos por sus supuestos atropellos a los gays mientras calla ante la situación de discriminación que viven las parejas homosexuales en la vecina Rumanía.

¿Qué nos dice este agravio comparativo? Que a la Comisión no le importa tanto el bienestar de las minorías sexuales como meterle el dedo en el ojo a un Gobierno incómodo como el de Orbán, que insiste en tener criterio propio y no se pliega sistemáticamente a los dictados de Berlín y Bruselas.

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