Además de las elecciones al Bundestag, los ciudadanos de Berlín votaron el pasado 26 de septiembre en un referéndum local la expropiación de viviendas de alquiler a las grandes empresas inmobiliarias de la ciudad, en especial a Deutsche Wohnen. Ganó el sí con un 56,4% de los votos.
Desde hacía varios meses, hordas de pedigüeños libreta en mano caracoleaban entre los grupos de amigos en los parques o entre las mesas de las terrazas de Berlín solicitando firmas. Aceptaban el no con educación y una sonrisa, pero ahora sabemos que transitaban de aparente negativa en negativa, obstinados y pacientes, hasta la victoria final.
Los promotores de la votación lograron muchas más de las 170.000 firmas necesarias según el reglamento local de democracia directa, después de varias trabas y añagazas del Senado berlinés. Además de la asociación ciudadana que concretó la iniciativa, ayudaron al éxito logístico varios sindicatos y la Berliner Mieterverein, la asociación de arrendatarios de la ciudad. También algunos políticos del partido comunista Die Linke, el mismo que gobierna el Senado en coalición con el SPD primero y luego con los socialistas y los Verdes; el mismo partido que nada más llegar al poder… ¡privatizó la inmobiliaria municipal GSW, 80 años después de su creación!
La votación no es vinculante. Es decir, que los políticos berlineses no tienen por qué expropiar nada, pero sí se verán obligados a desplegar un impresionante arsenal de cinismo ante quienes esperan ansiosos la aniquilación de la propiedad privada en la capital. Para los comunistas, esto es pan comido, porque el cinismo es el lodazal en el que chapotean encantados casi por contrato, así que el papel de dar la cara e iniciar el esperpéntico baile de fintas dialécticas ante los votantes corresponderá a sus socios socialistas y ecologistas.
Por lo pronto, las famélicas manifestaciones ante la Kurt-Schumacher-Haus en Wedding, la sede municipal del SPD, no suponen una gran presión, pero conviene no menospreciar la tenacidad de los promotores de la iniciativa, el gran apoyo conseguido y el éxito de la votación. Al otro lado, el Gobierno de Berlín juega con unas cartas que parecen de chiste. La primera, el antecedente de la privatización de GSW en 2004, que les impide echar mano de la disculpa habitual, que no es otra que culpar de la situación a la derecha; la segunda, el fracaso del ridículo intento de control de precios que ha provocado la caída en picado de la oferta en la capital y de ignominiosas colas delante de las pocas viviendas que se ofrecían en alquiler.
Lo que ningún político parece dispuesto a reconocer es que Berlín ha cambiado desde 2001, el año de la llegada al poder de socialistas y comunistas. Por aquel entonces, y solo como ejemplo de los ropajes provincianos con que se vestía la capital de Alemania, la mayor parte de los supermercados no ofrecían la posibilidad de pagar con tarjeta y echaban el cierre a las seis de la tarde, y la cerveza, verdadero indicador del IPC de la ciudad, podía tomarse en los bares a un precio ridículo. Hoy en día, hasta el mítico Morgenrot, el bar colectivizado que resiste en la glamurosa Kastanienallee, ofrece la baratuja Sternie de Leipzig a dos euros, un auténtico escándalo.
En 2001 cualquiera podía vivir en el barrio de su elección, apenas había turismo y era facilísimo cambiar de vivienda para elegir una más barata, en un barrio tranquilo o de moda, más grande, más luminosa o con jardín. Hoy en día eso es imposible. Se entiende que algunos ciudadanos, hartos, tiren por la calle del medio y propongan soluciones rápidas cuyas consecuencias no son capaces de intuir. La masa, en ocasiones, actúa como un rebaño de ovejas modorras que no se dan cuenta de que la lista de deseos podría ampliarse hasta el ridículo. ¿Qué será lo siguiente? ¿Exigir comer en restaurantes de lujo pagando solamente la propina? ¿Tener derecho a un 2x1 perpetuo en los supermercados caros y en las tiendas de delicatessen?
Lo que uno espera, en estos casos, es que el político de turno explique a las claras que estos remedios deslumbrantes y facilones llevarían a la desaparición de restaurantes y supermercados, caros y baratos, y que las soluciones son algo más complejas y en ningún caso inmediatas.
El problema es evidente, pero solo podrá resolverse con duras negociaciones entre partidos, asociaciones cívicas y las grandes inmobiliarias; con propuestas audaces, algo de imaginación y un proyecto a largo plazo que se explique con detalle, transparencia y con ánimo didáctico.
La duda es si existe alguien capaz de liderar una política de este calibre, adulta y respetuosa con los ciudadanos de Berlín y sobre todo con la propiedad privada. Es decir, con una de las bases de la libertad y la democracia. Los ciudadanos que han impulsado el referéndum lo han hecho legalmente y han ganado, pero queda todavía por ver si sus reivindicaciones son constitucionales. La Constitución alemana protege la propiedad privada en el artículo 14, pero se abre a la regulación de expropiaciones en su párrafo tercero y aun a la socialización en el artículo siguiente.
Por ahora, solo nos queda por ver cómo se resolverá el problema, si se agravará con decisiones que atenten contra la propiedad privada, arruinando el empuje vital de Berlín a la manera de lo ocurrido en Barcelona en los últimos años, o si se encauzará sin necesidad de atentar contra el derecho de los ciudadanos a una posibilidad de vivienda digna y la libre decisión de vivir donde les plazca.
Hasta donde sé, los inquilinos de Deutsche Wohnen que conozco están encantados, sobre todo, con el hecho de que su casero sea una empresa cuya mayor virtud es que les deja en paz. No tienen que aguantar a un propietario metomentodo, obsesivo, hiperburocrático e iracundo. Quizá sea lo que les espere si las expropiaciones se llevan a cabo. Eso, por supuesto, en caso de que todavía haya casas en alquiler para todos.
Sergio Campos, escritor español residente en Alemania. Autor de En el muro de Berlín.