Negros contra trans, la batalla identitaria final
"Pensáis que odio a los gays. En realidad, tengo envidia de los gays. Los negros miramos a los gays y pensamos: '¡Maldita sea! Mira lo bien que les va!'".
Hay dos comunidades sagradas en los EEUU. Los negros han conseguido que nadie ose decir "nigga" ("negrata"), salvo los propios negros, que suelen usar la n-word (el eufemismo al que están obligados los demás) en cada frase. Por otro lado, tenemos la comunidad LGBTQ+ (a día de hoy seguramente han añadido alguna letra más al acrónimo de las minorías sexuales), que ha impuesto la ideología de género por doquier, acosando y censurando a cualquiera que desafíe sus dogmas, especialmente que la identidad y la orientación sexual son un mero constructo social sin sombra de influencia biológica. Cualquier alusión a la influencia genética u hormonal, o a clasificaciones basadas en los gametos o los genitales, es equiparable, según esta ideología LGTBQ+, a las Leyes de Núremberg.
En 2018 ambas comunidades chocaron en la figura de Kevin Hart, un humorista negro que renunció a presentar la ceremonia de los Oscar después de que saliesen a la luz unos chistes sobre homosexuales que había hecho en el pasado. Hart no es homosexual y, según la lógica comunitarista de los EEUU, no puede referirse a nadie como "marica" (los gays, como los negros con "nigga", sí pueden llamarse entre ellos con dicho apelativo, que usan a discreción).
Que Kevin Hart tuviese que renunciar a presentar la ceremonia de Hollywood no le hizo ninguna gracia a su amigo Dave Chappelle, un humorista negro que hace chistes despiadados de contenido político-social sobre todo lo que se mueve, ya sean asiáticos, veteranos de guerra, blancos, israelíes y, sí, sus hermanos de color negro. Tampoco le hizo gracia a Chappelle que un rapero negro, DaBaby, viera su carrera en peligro por unos comentarios ofensivos sobre la comunidad gay pero no cuando mató a un negro en un Walmart. ¿Qué vale más, se pregunta Chappelle, la vida de un negro o los sentimientos ofendidos de un gay en su último show en Netflix, titulado The Closer?
Dentro del movimiento LGTBQ+, el activismo más desatado e inquisitorial es el que corresponde a la letra T de transgénero. En el Reino Unido han tratado de cancelar a J. K. Rowling porque la creadora de Harry Potter afirmó que el género se basa en la biología. También han acosado a la filósofa Kathleen Stock, una notoria feminista lesbiana, por afirmar algo similar a Rowling. Si algún grupo es especialmente zaherido y zarandeado por Chappelle, con bromas que a menudo no son nada graciosas sino simplemente hirientes, es precisamente el de las personas transgénero. En cuanto terminó el último show de Chappelle, una ola de indignación recorrió los medios progresistas. Los mismos que le habían encumbrado por hacer "comedia atrevida que tiene como objetivo hacer comentarios sociales", ahora quieren eliminarlo de Netflix. ¿Su pecado? Criticar la ideología de género.
El populismo que está asolando la política también se ha colado en los escenarios.
Chappelle es susceptible de crítica, claro está. Desde mi punto de vista no es un genio del humor, pero sí del oportunismo político y de la demagogia elevada a broma de mal gusto. El populismo que está asolando la política también se ha colado en los escenarios. Ha sabido explotar la psicosis victimista que recorre el ámbito anglosajón y se ha lanzado a encabezar al movimiento negro en su reivindicación de ser el pueblo elegido para hacerse el mártir dentro de un sistema que premia con cuotas y discriminación positiva a los que consigan lucir con ostentación la etiqueta de víctima. El propio Chappelle, que pretende ser sardónico, reconoce implícitamente la frustración de los negros que han hecho del racismo inverso una seña de identidad y un negocio al contemplar cómo el movimiento LGTBQ+ les roba el monopolio del victimismo.
Pensáis que odio a los gays. En realidad, tengo envidia de los gays. Los negros miramos a los gays y pensamos: "¡Maldita sea! Mira lo bien que va ese movimiento!".
En el sprint de la carrera para ganar el título de comunidad sufriente, Chappelle parece creer que todos los gays, lesbianas y trans de Estados Unidos son blancos. Salvo en un pasado remoto, cuando supuestamente los gays eran fuertes y duros además de negros. La coherencia no es una virtud del discurso del humorista, que confía demasiado en que las risas impidan a su público darse cuenta de sus contradicciones y absurdos. El show de Dave Chappelle no tiene mucho recorrido en cuanto humor y, como he indicado, es pobre en cuanto a performance política. Sin embargo, la reacción de la comunidad trans ha venido a confirmar su pretensión de que los negros deben seguir siendo la víctima perfecta, porque su reacción sido la habitual en esta época de intolerancia cultural por parte de la izquierda identitaria: pedir su censura a Netflix. Pero la tiranía de una minoría no parece que vaya a prosperar esta vez, debido al masivo éxito de Chappelle entre la audiencia de la plataforma.
Por mi parte, les animo más bien a ignorar a Chappelle, pero no porque haga negocio con sus apestosas bromas homófobas y racistas contra los blancos o los asiáticos (hace una repugnante aunque, en esta ocasión, brillante analogía entre los ataques que están sufriendo los asiáticos a manos de los negros en EEUU con su propia convalecencia del covid19), sino porque, en general, su humor es vulgar, histriónico y previsible. La libertad artística le ampara, como sostiene Netflix, pero las musas le condenan. Lo que debiera ser la única forma de cancelación en una sociedad abierta y liberal donde no hay que confundir la tolerancia con el respeto. Chapelle puede apelar a nuestra tolerancia como profesional, pero no exigir nuestro respeto como humorista.
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