Los tres o cuatro bichos raros que conserven el buen gusto de leer los clásicos en vez de los premios Planeta probablemente recuerden Stalky & Co., la novela semiautobiográfica con la que Rudyard Kipling revivió sus años escolares. Beetle fue el personaje en el que él mismo se retrató, mientras que la inspiración para Stalky le vino de su compañero de correrías Lionel Charles Dunsterville (1865-1946). De tal modo se identificó la persona de carne con el personaje de tinta que cuando, al final de su agitada vida, Dunsterville redactó sus memorias las tituló Stalky’s adventures.
Mientras que el camino que siguió Kipling fue el de las letras, Dunsterville eligió el de las armas. Combatió en China, en las agitadas fronteras de India y Afganistán y, finalmente, en el frente turco durante la Primera Guerra Mundial. Su experiencia de décadas en África y Asia le llevó a reflexionar sobre el abismo insalvable que siempre habrá entre Europa y aquellos dos continentes. Por ejemplo, subrayó la gran divergencia en el trato a las mujeres. Cuando algún oficial blanco celebraba el nacimiento de una hija, los indios acudían a felicitarle dando esta explicación:
Venimos porque sabemos que en su país el nacimiento de una hembra se considera motivo de felicidad. Para nosotros es una desgracia.
Pero había países donde el asunto era todavía peor:
Al fin y al cabo, el caso de la India no es tan grave como el de China, donde junto a los estanques de los pueblos hay carteles que indican: Prohibido ahogar a las niñas aquí.
Y concluyó Dunsterville señalando la imposibilidad de
aplicar nuestras leyes a personas de otras civilizaciones, que se rigen por leyes radicalmente opuestas a las nuestras (…) Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y el mar que se abre entre ambos no se podrá salvar nunca.
No hacía falta ser un genio para darse cuenta hace un siglo de unas diferencias que complicarían gravemente la convivencia si en algún momento se vieran obligadas a coexistir grandes masas de personas pertenecientes a ámbitos culturales tan distintos. Pero lo que Dunsterville jamás habría podido imaginar fue que, como consecuencia de la descolonización afroasiática puesta en marcha durante la segunda posguerra, Europa iba a convertirse en la casa de acogida de decenas de millones de personas salidas precisamente de los Estados fallidos en los que se habían convertido tras la salida de los gobernantes europeos.
Pero, un siglo después, hace falta ser muy estúpido o muy ciego para no darse cuenta de la catástrofe social en la que ya estamos metidos. Y la ceguera provocada por los dogmas ideológicos es la más difícil de curar. Ya no es suposición; ahora se trata de la realidad. Precisamente de esa realidad que los gobernantes y medios de comunicación de toda Europa han querido mantener oculta, con gravísima irresponsabilidad, hasta que la enormidad del escándalo ya no pudo esconderse más. Por ejemplo, las miles de violaciones perpetradas durante años por asiáticos en el Reino Unido fueron ocultadas para que no provocasen el rechazo de los británicos. Y similares desmanes, sucedidos por toda Europa desde que se franquearon las puertas a los falsos refugiados, han sido igualmente ocultados hasta que la indignación superó en tamaño a la ocultación.
Pero algo ha cambiado en los últimos años: esa indignación de un número creciente de europeos ha obligado a políticos de diversos países a empezar a manifestarse, algunos menos tímidamente que otros, contra la admisión de nuevas masas de inmigrantes y falsos refugiados en Europa. Porque el acomplejado viejo continente ya está presentando síntomas de una saturación que podría acabar provocando virajes políticos imprevisibles hasta antes de ayer.
Una faceta esencial del problema, que sin embargo no suele recordarse, es que el mismo concepto de refugiado implica una situación de necesidad aguda y provisional provocada por acontecimientos políticos que llevan a muchas personas a huir para salvar sus vidas. Habrá que tener presente, pues, el dato, oportunamente silenciado por el Ministerio del Interior, de que más del 60% de los inmigrantes ilegales llegados a España en los últimos doce meses son ciudadanos de Argelia y Marruecos, países donde no hay ni hambre ni guerra.
Además, ¿no deberían ser los países de acogida los más cercanos geográficamente en vez de los ubicados en el otro extremo del planeta? ¿Y los más cercanos también culturalmente, para beneficio de refugiados y receptores? Porque, confiéselo, amigo lector: en el caso de que se viera usted obligado a abandonar España para huir de la persecución política, ¿a dónde iría? ¿A otro país europeo, a uno americano o a uno asiático o africano? ¿Dónde encontraría usted mayores facilidades de integración desde los puntos de vista político, cultural, social, familiar, lingüístico, religioso, jurídico, económico o incluso gastronómico, detalle que no es moco de pavo? La respuesta es obvia.
Pero, entonces, ¿por qué damos por hecho que los países de acogida de los refugiados e inmigrantes de todo el planeta han de ser los europeos y sus prolongaciones en América y Oceanía? Pensemos un instante en los millones de personas salidas de países africanos y asiáticos con costumbres tan distantes y generalmente de religión musulmana. ¿Vamos a condenarles al sufrimiento en unas sociedades cuyas costumbres religiosas, políticas, culturales, morales, sociales, jurídicas y gastronómicas les resultan extrañas cuando no les provocan violento rechazo? ¿Se van a resolver los problemas políticos de afganos y sirios acogiendo a millones de ellos en Europa? ¿Y por qué los que aquí vienen son siempre jóvenes varones? ¿Acaso los ancianos, las mujeres y los niños son mucho más resistentes y, por lo tanto, no están necesitados de refugio?
Arriba hemos hablado de delincuencia, a lo que habría que añadir un terrorismo yijadista que no ha hecho más que empezar. Para resolver todos estos problemas no hay más remedio que empezar a limitar la llegada de afroasiáticos a suelo europeo, la repatriación de muchos de ellos llegados ilegalmente y la promoción de su acogida en los países cercanos geográfica y culturalmente –muchos de ellos riquísimos y necesitados de mano de obra, al contrario que una Europa llena de parados–, donde serían mucho menores los problemas de integración.