No se han agotado los efectos destructivos del volcán de Cumbre Vieja y ya ha surgido una corriente ecologista que presiona para que no puedan ser paliados de ninguna manera y se declare la zona devastada espacio natural protegido. Los intereses de los propietarios de los terrenos que ha ocupado la colada de lava y, sobre todo, los de quienes han trabajado esas tierras durante décadas no cuentan, al parecer, para nada. La obsesión por dejar incólume lo que la naturaleza ha generado, expulsando la actividad humana de sus dominios, vuelve a manifestarse y a influir sobre quienes tienen en sus manos el poder político y no quieren ser tachados, de ninguna manera, de destructores del medio ambiente. Y su argumento no es otro que la afirmación de que la acción esterilizante del volcán hace inútil cualquier esfuerzo de recuperación de las actividades productivas, en particular de las plataneras.
Sin embargo, quienes guardan la memoria de los largos años de esfuerzo que permitieron levantar la producción del plátano en la isla de La Palma saben que eso no ha sido así en el pasado ni tiene por qué serlo en el futuro. En el diario El Mundo se han recogido sus testimonios, como el de José González, que desde los años cincuenta del pasado siglo trabajó con sus manos las tierras volcánicas que había dejado la erupción del San Juan en 1949, cuya colada también llegó hasta el mar. Y el de su hijo Valentín, que hizo lo mismo, siendo un joven de veinte años, en la colada que dejó el Teneguía tras su erupción de 1971. Sus conclusiones son bien diferentes de las que ya han empezado a difundir los que ostentan el poder: "Lo que hoy nos dicen que es ruina aquí ha traído la mayor de las riquezas". En su día ello fue el fruto de un duro trabajo realizado casi sin medios mecánicos, a mano, picando la piedra volcánica, extendiendo sobre ella tierras arcillosas extraídas de otras partes de la isla, construyendo canalizaciones para el riego. Hoy esto podría hacerse con una facilidad muy superior gracias al progreso tecnológico incorporado en los bienes de capital. Pero para ello debe existir la oportunidad, y ésta no es fruto de las circunstancias o de la naturaleza sino de las pasiones obsesivas –y de las cobardías– de los que mandan en las instituciones.
El dilema es bien claro: proteger la naturaleza –incluso en su arrebato destructivo– o dar paso, de nuevo, a la riqueza nacida de la mano del hombre, de su frenesí para doblegar la tierra, de su capacidad técnica y de su inclinación para asumir riesgos. El economista Joseph Alois Schumpeter mostró en 1911 su admiración por los "hombres que encuentran su gozo en la aventura", y consideró que sólo a éstos podía llamarse empresarios. En La Palma están ahora contemplando la oportunidad que les ofrece, una vez lo han perdido todo, un volcán en erupción. Merecería la pena que se les diera la oportunidad de demostrar su valía.