En mi luenga biografía, he vivido en una España pobre (la de hace más de 60 años) y en la que, ahora, se puede considerar de los ricos. Es decir, las dos últimas generaciones (unos 60 años) han visto el fenómeno de un extraordinario desarrollo económico de la sociedad española. Además, todo ello se ha logrado sin mucha ayuda exterior. ¿Cuál es la secreta fórmula de esa fantástica transformación?
Aunque pueda parecer extraño, los tres últimos lustros del franquismo y toda la transición democrática han coincidido en aplicar la misma fórmula del desarrollo. Se trata de un proceso que ha exigido una fortísima tasa de ahorro de la población. La clave ha estado en una constante durante el largo periodo indicado: el aumento de los impuestos. Con ese monto creciente, las autoridades han logrado financiar y subvencionar la industrialización. Además, siempre que han podido, los directores de la política económica se han aprovechado de unas altas tasas de inflación y de paro. Añádase el beneficio de una extraordinaria apatía política de la población.
La decisión de utilizar una gran parte de la masa impositiva para ayudar a las empresas podría haber tropezado con la oposición de los sindicatos. Sin embargo, tanto en el franquismo como en la democracia, los sindicatos (verticales u horizontales, tanto da) han sido hábilmente cooptados por los Gobiernos, por medio de subvenciones y privilegios.
La fórmula (no llega a algoritmo) es muy sencilla y pedestre. Los impuestos se disfrazan de mil maneras (tasas, contribuciones, peajes, parquímetros, multas, cotizaciones a la Seguridad Social, añadidos a los recibos de la luz o del agua, etc.) y se concentran en cinco focos de interés para la población: vivienda, trabajo, coche, consumo y ocio. La clave está en que los empresarios, directivos, altos funcionarios, comerciantes y profesionales tienen la capacidad de repercutir los impuestos sobre los bienes y servicios que venden. Dicho de otra forma, son estratos privilegiados que dominan la cuantía de sus ingresos. A su lado hay un núcleo numeroso (jubilados, parados, trabajadores modestos por cuenta ajena) que no pueden trasladar el valor de los impuestos; se los tienen que tragar.
El Gobierno puede decidir que las pensiones, el subsidio de desempleo e incluso los salarios modestos deben subir conforme a los incrementos del IPC (índice de precios al consumo). Pero aquí llega el truco definitivo, casi un arte de prestidigitación. Las autoridades suelen convenir en que ese índice del IPC se atiene a las previsiones oficiales, no a la realidad, que suele dar valores más altos. Eso es así, sobre todo, en las coyunturas de inflación desatada, como lo es, por ejemplo, la del momento actual. La consecuencia es que, como resultado, son esos estratos modestos (jubilados, parados y trabajadores por cuenta ajena con sueldos mínimos) quienes pagan el coste del desarrollo. Es el sacrificio colectivo que primorosamente se oculta.
Como queda dicho, los sindicatos podrían haberse opuesto al truco de prestidigitación, pero ni siquiera se atrevieron a hacerlo en el momento eufórico de los Pactos de la Moncloa (1977). No digamos después, con los dos sindicatos oficiales (UGT y Comisiones Obreras) ya instalados en el establecimiento político, domesticados a golpe de subvención.
Se podría pensar que el grueso de la población ocupada se opondría a la fórmula del desarrollo por razones de elemental solidaridad. No ha sido así por otro mecanismo que ha favorecido, paradójicamente, a los distintos Gobiernos: la alta tasa de paro. Ante esa realidad como amenaza, el conjunto de la ciudadanía acepta con resignación los efectos dichos del desarrollo subvencionado. En realidad, la tasa de paro mide muy mal los desajustes laborales. Sería más realista el cálculo de un índice que tuviera en cuenta la satisfacción con las condiciones de los empleos de acuerdo con los conocimientos adquiridos por los activos. Se vería, entonces, cuán inadecuado es nuestro sistema educativo, que ha ido a peor. Naturalmente, ese índice implicaría medidas subjetivas, siempre difíciles de apreciar; por ejemplo, la mentalidad del esfuerzo, que en la España de hoy es muy baja.
Una coda de lo anterior es que la estadística de creación de empleo, atribuida al Gobierno o al empresariado, es sumamente engañosa. Primero, porque la misión de los empresarios es la de dotar el menor número posible de puestos de trabajo en proporción a la disponibilidad de capital. Segundo, porque la creación total de empleo no equivale al aumento de la riqueza cuando se apoya en una cantidad desproporcionada de empleos en el sector público.
La buena noticia es que, con la aplicación de la fórmula secreta del desarrollo, los españoles de las dos últimas generaciones han pasado a vivir en un país rico. Casi se podría decir "rico de solemnidad". Lo cual significa, por lo bajini, que es la ocasión de esforzarse lo menos posible, desde la escuela primaria hasta la jubilación. Para los trabajos duros están los inmigrantes foráneos.
Una consecuencia no deseada de la aplicación de la recurrente fórmula del desarrollo es que produce más desigualdades de las que consigue nivelar. Por cierto, esas brechas suelen ser menos severas de la indicada por la disparidad entre varones y mujeres, que es la que se resalta con todo un Ministerio de Igualdad. Un detalle tan singular es solo un artificio de propaganda, como otros muchos, para despistar a la población.