Apología del pesimismo
Me apresuro a declarar que mis amigos suelen pertenecer a la cofradía de los pesimistas por sistema.
Ando enfrascado con el incitante ensayo de Wenceslao Fernández Flórez Visiones de neurastenia (1924). Hace un siglo, la voz neurastenia, enfermedad de moda por influencia del psicoanálisis, equivalía a lo que hoy llamaríamos pesimismo. Más que una dolencia, es una actitud ante la vida. Confieso que la padezco o la asumo, casi, como una segunda naturaleza. No se alivia con pastillas u otros tratamientos, entre otras razones, porque cumple algunas funciones benéficas.
Don Wenceslao (cronista parlamentario) se mostraba "neurasténico" con esa misma idea de una posición ante las movedizas acechanzas de su tiempo político, tan inseguro. Su personalidad era la de un solitario por dentro, un formidable observador del paisaje humano. Junto a otros escritores jóvenes del momento, descubre el espectáculo del absurdo, lo que le conduce a la respuesta de la literatura humorística. No se trata de la gracia chocarrera de la zarzuela y otros géneros menores; representa la eutrapelia literaria, que hoy la reconocemos con ternura.
El humor pesimista lleva en nuestro tiempo a la excelsitud de este texto de una viñeta de Chumy Chúmez (a quien traté con reverencia): "Antes no creía en nada; ahora, ni eso". Mi amigo Juan Luis Valderrábano considera esa confesión chuminesca como distintiva de nuestra generación y de la que nos sigue.
Me apresuro a declarar que mis amigos suelen pertenecer a la cofradía de los pesimistas por sistema. Los cuales necesitan estar bien informados. Esa es la forma de contrarrestar la odiosa propaganda que nos cerca por todas partes. No me refiero solo a la política, por muy llamativa que sea.
Todas las semanas, mi amigo Gonzalo González Carrascal y yo mantenemos una larga videoconferencia. Sin proponérsenos, la conversación se empapa de los tonos pesimistas más acerados. Es el resultado de contemplar el espectáculo político o cultural que nos envuelve.
Admiro el talante intelectual pesimista. La razón es que así se entienden mejor las anfractuosidades y las incoherencias de la vida pública
Con el constante acopio informativo, los pesimistas nos percatamos de lo absurdo que es el mundo en el que nos ha tocado vivir. Así se puede interpretar mejor el haz de mentiras sistemáticas que fluyen de la caterva de los que mandan. Ni siquiera nos tragamos todos los datos estadísticos, tantas veces pro domo sua, la de los mandamases. Que conste que la voz estadística no se deriva del Estado; se refiere, en su origen, a los cuadros o estadillos de números.
Admiro el talante intelectual pesimista. La razón es que así se entienden mejor las anfractuosidades y las incoherencias de la vida pública; el absurdo, vaya.
El pesimismo consecuente no consiste en resaltar el lado desfavorable de las cosas (como quiere dar a entender el diccionario), sino en considerar sus funciones latentes, los intereses ocultos. En menos palabras: requiere entender bien la condición humana. No es empeño fácil, pues todos gustamos de esconder nuestra verdadera e íntima personalidad.
La disposición pesimista se aprende cuando se practica; viene a ser una especie de método, de hábito. Por tanto, lleva a informarse bien, a dar muchas vueltas a los hechos y los razonamientos, a desconfiar de lo que se oye por ahí de modo taxativo o indiscutible. Es, por tanto, una reacción de perplejidad sistemática ante el gran espectáculo de la vida pública. Por otra parte, no deja de ser una satisfacción sin contraindicaciones.
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